El resurgir de la casa fabergé
Un empresario surafricano relanza la firma del legendario joyero de los zares
Tatiana Fabergé transpira modestia y escepticismo. Aunque descendiente de uno de los joyeros más famosos de la historia y quizás pariente de un general del zar Pedro el Grande, su mirada casi octogenaria destila más penas que glorias pasadas. El azar ha querido que ahora, en el otoño de su existencia, Tatiana y su prima Sarah sean protagonistas indirectos de una operación económica que busca algo más que ganar dinero: resucitar al mítico Peter Carl Fabergé, bisabuelo de Tatiana, tatarabuelo de Sarah, creador de las famosas joyas con forma de huevos de pascua que entusiasmaban al zar Alejandro III y a los ricos de la época.
La Casa Fabergé desapareció tras ser nacionalizada por los soviéticos en 1919 y reapareció tras la II Guerra Mundial en EE UU, sin que los empobrecidos familiares del joyero pudieran evitarlo. En esta segunda etapa, en su catálogo no había joyas glamurosas, sino perfumes baratos como el Brut de Fabergé con el que se embriagaban los horteras de la época al salir a la conquista de sexo fácil el sábado noche. En 2007, un inversor surafricano especializado en la extracción de piedras preciosas, Brian Gilbertson, se hizo con los derechos sobre la marca.
El rostro de Gilbertson deja entrever a un hombre estricto y quizás implacable. Ser minero en Suráfrica no parece una profesión para benditos, pero este hombre de aspecto duro deja entrever un punto frágil, una pasión que quizás le redima de posibles pecados: su devoción por la música sacra, su delirio por Bach.
En la presentación de la primera colección de joyas con la firma de Fabergé desde la revolución rusa, Bian Gilbertson traza un emocionado paralelismo entre Juan Sebastián Bach y el joyero de San Petersburgo: mitos en vida, la obra de ambos ignorada y despreciada durante decenios tras su muerte. La Pasión según San Mateo no volvió a ser interpretada hasta que Mendelssohn la rescató de las tinieblas casi 90 años después de morir su autor. El minero surafricano parece querer ponerse a su altura al redimir el buen nombre de Fabergé de los vaivenes del capitalismo. Tatiana, sin embargo, parece estar por encima de la trascendencia del momento. "¿Emocionada?", le preguntan porque parece como llorosa. "No. Es que me ha entrado algo en el ojo", responde sin malicia. Nació en 1930 en Ginebra, 10 años después de que la familia Fabergé lo perdiera casi todo con la revolución rusa. Acabaron viviendo en Suiza, donde con las joyas que se llevaron al huir montaron una factoría de pollos.
"Vivían en condiciones difíciles", rememora Tatiana. "Creían que podrían volver a Rusia, como ocurrió cuando tuvieron que marcharse en 1905. Pero nunca volvieron. Y luego llegó la crisis del 29, y después la II Guerra Mundial", evoca. Ella acabó trabajando como secretaria en el CERN, la Organización Europea de Investigación Nuclear. Allí, a través de unos científicos rusos, empezó a interesarse por la obra de su bisabuelo. "Yo era más consciente del nombre de mi madre, una aristócrata, que del de Fabergé. En Rusia los Cheremeteff eran mucho más conocidos porque era uno de los generales de Pedro el Grande. Eso era mucho más que una familia de joyeros", comenta.
Rusia está presente en los detalles de la presentación de las nuevas joyas Fabergé. Por el lugar elegido: Goodwood House, la estancia solariega del duque de Richmond, cerca de Chichester, en la costa sur de Inglaterra. Allí, en el mismo Salón Egipcio en el que Brian Gilbertson y su hijo Sean agasajan a la prensa, desayunó en 1814 el zar Nicolás II, que se había acercado a visitar la flota británica anclada en Portsmouth aprovechando una reunión en Londres para tratar sobre Napoleón, prisionero en la isla de Elba.
Los Gilbertson han querido cuidar hasta el último detalle de una presentación cuyo plato fuerte es la oportunidad de ver y tocar algunas de las nuevas joyas. No hay apenas cifras de inversiones. Sí de precios: 45.000 euros la pieza más barata, ocho millones la más cara. Lo más chocante es cómo Fabergé quiere llegar a los clientes: por Internet. IBM está diseñando una página que se quiere selecta y amenaza con ser empalagosa. El vulgo puede acceder a ella y admirar las piezas, pero el grueso de la información está reservado a los potenciales clientes que podrán contactar con alguno de los 12 expertos que Fabergé pone a su disposición 24 horas al día, siete días a la semana. No están sólo para servirles, sino para estudiarles y deducir si vale la pena perder el tiempo con ellos. El tiempo, y el dinero: Fabergé no tiene más tiendas que la central en Ginebra, pero está dispuesta a alquilar un avión privado para que un potencial comprado. "Hoy, Fabergé utilizaría las nuevas tecnologías. Fue uno de los primeros en electrificar su taller e instalar teléfono. Y habría utilizado Internet a fondo", sostiene Tatiana. "Rezo para que esto salga bien", confiesa la bisnieta tras una larga vida sin esmeraldas ni diamantes.
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