La suerte de las feas
Ahora la fealdad en España se ha transversalizado
El pasado 8 de marzo será recordado porque salieron a manifestarse a las calles españolas casi un millón de mujeres feas. El número de hombres fue más numeroso este año. Ellos no han visto ligado jamás su grado de belleza a una ideología o a un activismo. Que yo sepa, nadie ha informado sobre el grado de fealdad de los huelguistas de los astilleros, de la minería o la de los activistas por los derechos civiles. Pero algo ocurre con el movimiento feminista, algo prodigioso, sucede que cuando los hombres caminan junto a las mujeres en las manifestaciones se obra el milagro y la fealdad se les contagia. No son tan feos como las mujeres, pero van camino de lograrlo. Mientras tanta fea se recrea en su suerte, las pobres guapas esperan atemorizadas en sus casas a que se retire esta marabunta. En el principio de los tiempos, las feas eran escasas. De Mary Wollstonecraft a Adrienne Rich, pasando por Virginia Woolf o nuestra Clara Campoamor, las feas navegaron a contracorriente, de tal forma que las guapas podían caminar a sus anchas por las calles para deleite de unos hombres que, guapos o no, les dedicaban piropos retrecheros más encendidos o menos según lo merecieran. En cuanto a las feas, que salían en pequeños grupos a pedir el derecho al voto o a decidir sobre su sistema reproductivo, era fácil caracterizarlas: si perdían el tiempo con esas cosas era porque necesitaban un polvo y no encontraban a nadie que se lo echase. Ese es el meollo del asunto, el argumento que con tanta precisión refleja la Cenicienta: la historia de una madrastra y unas hermanastras feministas (por tanto, más feas que Picio), que, celosas de la belleza de su hijastra-hermanastra, la tienen convertida en fregona. Con estos oídos que se ha de comer la tierra yo he escuchado a algunos hombres reírse por la paradoja que suponía el que reclamaran el aborto mujeres feas y, para colmo, mayores, que ya no están en edad de procrear. Pero ahora la fealdad en España se ha transversalizado y hay feas de toda edad y condición. No me extraña que las mujeres guapas anden temerosas y los hombres cabreados: esto es una invasión. En el Gobierno de Sánchez había más feas que hombres, y lleva camino el líder socialista de reeditar, como se dice ahora, esta aberración estética. Una fea preside el Congreso. Proliferan las candidatas feas a estas elecciones municipales y autonómicas. Para colmo, el Princesa de Asturias de las Letras se le ha concedido a una fea entre las feas, Siri Hustvedt. Con lo guapo que es el marido. Antaño, las feas sufrían, como tenía que ser, y tristes soportaban su condición, pero con tantísima fea quitándose la careta (como Diana la de V) el adjetivo se ha convertido en una especie de salvoconducto. Si saludas a una mujer, sea de la edad que fuere, diciéndole, “hola, fea”, y ella te responde, “más fea serás tú”, sabes que se ha creado un vínculo transgeneracional indestructible. Y ya no te cuento si tu pareja te saluda con un, “hola, feílla”. Eso es amor, quien lo escuchó, lo sabe. Imaginen por un momento a un grupo de feas subidas a un andamio y pasando por debajo a Jorge Buxade, candidato a las europeas por Vox. Lo que encartaría sería que le cantaran aquella copla de Jorge Sepúlveda: “Cuando me miras, moreno / de adentro del alma un grito se escapa / para decirte muy fuerte / ¡Guapo, guapo y guapo!”. A cada cual, lo suyo.
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