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Blogs / Cultura
Del tirador a la ciudad
Coordinado por Anatxu Zabalbeascoa

I. M. Pei, un moderno que quiso ser clásico

El autor de la pirámide del Louvre, la torre John Hanckok de Boston y el Banco de China en Hong Kong murió el pasado jueves a los 102 años. ¿Sabemos qué tipo de arquitecto fue?

Anatxu Zabalbeascoa
El arquitecto Ieoh Ming Pei, durante la construcción de la pirámide del Louvre, en París, en 1985.
El arquitecto Ieoh Ming Pei, durante la construcción de la pirámide del Louvre, en París, en 1985.Jean-Pierre Couderc (CORDON PRESS)

En 1938, un jovencísimo (21 años) y ya muy refinado Ieoh Ming Pei decidió que el Massachusetts Institute of Technology era el lugar donde debía estudiar. Nacido en Cantón, hoy Guangzhou, en abril de 1917, había crecido en Hong Kong, donde su padre se trasladó para dirigir el Banco de China. Fue precisamente su padre quien lo convenció para que estudiara en Estados Unidos. Tal vez solo se lo dijo, eran otros tiempos. Pei solicitó admisión en la Universidad de Pennsylvania pero, tras desembarcar, no tardó en pedir el traslado a Cambridge, el barrio de Boston, al otro lado del río Charles, donde se encuentran Harvard y el MIT. Fue una decisión crucial. Para cuando terminó sus estudios en el MIT, en 1940, ya había conocido a la que sería su esposa durante 72 años, la artista Eleen Loo, que estudiaba arte en la universidad femenina de Wellesley. En 1942, cuando se casaron, iniciaron juntos estudios de postgrado en Harvard. Ella se convirtió en paisajista. Y él en uno de los mejores discípulos de Walter Gropius. Fue esa mezcla de vanguardia tecnológica del MIT, credo bauhasiano de Gropius e infancia privilegiada en China la que desembocó en un arquitecto que, siendo moderno, ambicionó ser clásico; un tipo que entendió que ser de su tiempo pasaba por arriesgar. Y lo hizo. I. M. Pei arriesgó.

En Harvard no solo había conocido a Gropius. También lo tuteló Marcel Breuer, el entonces futuro autor de Whitney de Nueva York —hoy Met Breuer mezclando el nombre de su actual propietario, el Museo Metropolitan, con el de su autor—. El tacto de Breuer, más que los cálculos de Gropius, están presentes en la ampliación del Museo de Arte de Des Moines, la primera gran obra que Pei culminó en 1968. Con, atención, 51 años. Antes se había dedicado a ganarse la vida haciendo torres de hormigón en Nueva York y Filadelfia. Lo de Des Moines era buscar una voz propia.

El Museo de Arte Islámico de Doha, de I. M. Pei.
El Museo de Arte Islámico de Doha, de I. M. Pei. Merten Snijders (Getty)

Fue en Iowa donde Pei tuvo su primera oportunidad de hablar con un edificio. Y no la desaprovechó: la utilizó para reconocer la obra de quien llegó antes que él: Eliel Saarinen —el padre de Eero había firmado el edificio original—, y para obedecer a la topografía del lugar. Su ampliación, desnuda y pulidamente brutalista —si es que eso es posible— cuenta una verdad mucho más directa que la que Richard Meier añadiría casi dos décadas después, cuando el autor del MACBA firmó una tercera ampliación con un edificio forrado de un acabado cerámico.

El Pei de Des Moines es el que ideó, en 1978, la ampliación de la National Gallery de Washington. El ala Este es ya un edificio inolvidable por lo cercano y monumental que resulta. Fue el proyecto que le allanó el camino para ampliar el Louvre muy poco después. François Mitterrand, el artífice de los grand travaux parisinos, llamó a Pei para mejorar el acceso al buque insignia de la cultura francesa. No hubo concurso, fue una visión del presidente de la República reconocido por su enorme cultura. Una foto de Pei sonriendo junto a un modelo a escala real de lo que iba a ser su famosa pirámide define el entendimiento entre los dos hombres. El arquitecto lo confió todo al clasicismo: el orden geométrico hablaría de tú a tú al orden histórico y bastaría para reordenar el antiguo palacio en torno a tres patios. Mitterrand nombró a dedo a un arquitecto capaz de construir la punta de un diamante. Esa gran obra fue tan polémica como transparente: tuvo muy poco que ver con los iconos que llegarían después. La pirámide por la que se accede al museo no es una escultura, es un trabajo de cirugía correctora en el Patio de Napoleón. No es la guinda del pastel, es la pala para servirlo.

Pei construiría luego museos en Japón —Museo Miho en Koka de 1997— y en China —Museo Suzhou de 2006—, además del sorprendente Rock and Roll Hall of Fame en Cinicinnati, en 1995. Con todo, fue el último museo, el encargo para levantar el Museo de Arte Islámico de Doha, inaugurado en 2008, lo que lo llevaría de nuevo a arriesgar. Tenía ya 90 años y sabía poco de arte islámico. Quiso aprender. Viajó por el mundo para estudiar la arquitectura de sombras, desierto y celosías. Y optó por reducirla al clasicismo. Muchos cataríes hablan hoy de los ojos de una mujer tras un “niqab” para describir la fachada de un edificio que es una loa a la simetría. Si los ojos están, son anecdóticos. Hay luz, sombra, permanencia —en un país tradicionalmente nómada— y orden en la galería que, además, construye una de las fachadas de la capital. El riesgo está concentrado de nuevo en la ingeniería: la decisión de ganar terreno al mar indica también la posibilidad de distanciarse y mirarse desde fuera.

Más allá de firmar una ristra de museos que sirvieron para dibujar épocas —Pei ideó torres, cinco facultades para el MIT donde estudió y algunos de los rascacielos más bonitos del mundo—. El más brillante está en Hong Kong, donde se crio. Lo hizo para el banco de China que había dirigido su padre. El más difícil lo levantó en el centro de Boston: el John Hancock fue el primero de sus grandes riesgos: el doble panel reflectante que rinde homenaje, multiplicándola, a la vecina Iglesia de la Trinidad de Henry H. Richardson llegó a caerse en tantas ocasiones que Pei y sus socios pasaron por los juzgados durante toda una década. Se convirtió en un chiste. Pero hoy refleja el templo neorrománico de Richardson. En plena polémica, y en la misma ciudad, Jackie Kennedy echó una mano. Más que seducir, Pei sonreía. Era un hombre de ideas y conocimiento y eso convenció a la viuda más famosa del planeta que le confió el diseño de la biblioteca que llevaría el nombre de su difunto marido. El edificio no resultó inolvidable. El simbolismo del encargo sí. Se premiaba el riesgo y la educación. Frente a la idea rupturista de las vanguardias, la audacia puede ir de la mano del respeto. Eso demostró I. E. Pei, que, nacionalizado americano desde 1955, puso a todos sus hijos nombres chinos.

Así, Pei fue un arquitecto moderno que quiso ser eterno, es decir, clásico. Pero fue, sobre todo, un proyectista de su tiempo: arriesgó para quedar fuera de tiempo. La paradoja es que, hacer lo mismo que él —si fuera posible— hoy no convertiría a nadie en arquitecto de nuestro tiempo. El riesgo es algo tan fundamental como indefinido, el tiempo lo redefine. Hoy las necesidades son otras y un arquitecto del siglo XXI no puede quedarse en la forma de la ciudad, los accesos impensables o la ampliación de la geografía, que hoy además se cuestiona. Intentar ser como I. M. Pei hoy sería intentar ser distinto. Copiarlo sería como escribir novelas por entregas. Un proyectista actual tiene que implicarse en ampliar la idea de ciudad. Debe hacer posible que la arquitectura construya y no destruya el planeta. Alguien con el talante de I. M. Pei sabría entenderlo.

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