Cartografía parlamentaria
La lógica de los bloques ha sido rechazada en las urnas
El partido socialista tiene ante sí la responsabilidad de conformar una mayoría de diputados con la que investir a su candidato y abordar la tarea de Gobierno, una vez constituidas las Cámaras el próximo 21 de mayo. La proximidad de esta fecha con la de las elecciones municipales, autonómicas y europeas (26-M) obliga a esperar para que las distintas fuerzas puedan materializar acuerdos sin las inevitables distorsiones de la búsqueda inmediata del voto. Toda iniciativa que intente condicionarlos anticipando apoyos o estableciendo líneas rojas no es solo prematura sino también contraproducente, puesto que los resultados de este doble ciclo electoral obligarán a una reevaluación de las estrategias que han seguido los partidos y a movimientos políticos difíciles de anticipar en estos momentos.
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La lógica de bloques ha sido rechazada en las urnas. En el nuevo Parlamento no existe un bloque sino un partido dominante que necesitará establecer pactos en torno a dos ejes programáticos para alcanzar la mayoría: el territorial y el social. Tan interesado es considerar que la salida exigirá al partido socialista optar entre la derecha y la izquierda como sugerir que deberá hacerlo entre los constitucionalistas y los independentistas.
Para que esas alternativas tengan algún significado, es preciso establecer antes los problemas en los que se concretan, la prioridad desde la que serán abordados y los medios que se emplearán para su solución. Dicho en otros términos: no son las alianzas las que preceden a los programas sino a la inversa. Porque los ciudadanos no solo tienen derecho a elegir a quienes gobiernan, sino también, y sobre todo, a saber para qué gobiernan.
La idea de que los partidos independentistas han revalidado su fuerza tras las últimas elecciones expresa una perspectiva limitada. Su estrategia de despertar un ultranacionalismo español a fin de legitimar el suyo ha fracasado, lo mismo que la de imponer la secesión por vías de hecho. La irrupción de una ultraderecha minoritaria permitirá a los independentistas contemplarse reflejados en un inquietante espejo, no jactarse de haber desgarrado la totalidad del país en torno a la querella nacional. El nacionalismo español que aspiraba a despertar con provocaciones como la reciente de la expresidenta del Parlament Núria de Gispert, condecorada por la Generalitat, es también un nacionalismo, y no ha recibido el respaldo electoral que, según han mostrado las urnas dentro y fuera de Cataluña, los más temían y los menos deseaban.
El Partido Popular parece haber comprendido la necesidad de serenar los ánimos y de abrirse a pactos de Estado tras la severa censura de las urnas a la crispación. Su posición deja en evidencia a la segunda fuerza de la oposición, Ciudadanos, instalada en la contradicción —solo explicable en términos electoralistas— de querer forzar la presencia de nacionalistas en el próximo Gobierno cuando, según sostiene, este es el principal problema al que se enfrenta España. Podemos, por su parte, pretende erigirse en valedor del imposible referéndum pactado que ERC ha fijado como límite de su viaje de regreso a la realidad, disimulándolo bajo iniciativas de la agenda social. Por último, el partido socialista no ha descartado escapar a este fuego cruzado distinguiendo entre una mayoría para la investidura y otra para gobernar, condenándose a reproducir la inestabilidad que marcó la anterior legislatura.
Un Parlamento fragmentado no puede ser el instrumento ni el pretexto para impedir la gobernabilidad del partido más votado pero tampoco un enojoso contratiempo que sortear mediante la incertidumbre de las geometrías variables, según la ocasión. En la medida en que reproduce la exacta cartografía de la voluntad ciudadana, ningún grupo puede eximirse de buscar la estabilidad desde la que emprender las reformas que el país necesita urgentemente. Ni renunciando a conformar mayorías, ni dinamitándolas.
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