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Columna
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Frankenstein

Solo hay una derechita cobarde: la que naturaliza a la ultraderecha

Máriam Martínez-Bascuñán
DIEGO MIR

El monstruo híbrido, la criatura salida de la imaginación victoriana de Mary Shelley, es la imagen elegida por Ivan Krastev para describir cómo Europa Central se relaciona con su país y la vecina Polonia. “Democracia iliberal” es el eufemismo académico con el que denominamos, a este lado del telón de acero, a regímenes como la Hungría de Orbán, a los que observamos con el mismo “horror y repugnancia que llenaron el corazón de Frankenstein al contemplar a su criatura”. El régimen diseñado por Orbán reivindica, a decir del politólogo búlgaro, el amor propio de un país obsesionado por imitar a Occidente desde la caída del Muro.

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Su contrarrevolución, sus políticas reactivas, no suponen problema alguno para el vicepresidente italiano, Matteo Salvini, quien acaba de visitar a su homólogo húngaro en pos de un marcial aliado para su proyecto de “construir una nueva Europa”. Hasta aquí, nada nuevo bajo el sol, si no fuera porque Orbán, el gran referente para la reconstrucción de una nueva era ultra en el continente, sigue perteneciendo a una de las familias políticas que inspiraron el actual proyecto comunitario.

El Partido Popular europeo, heredero de la larga tradición de los padres fundadores de la democracia cristiana de Adenauer, Monnet o Spinelli, mantiene impasible en sus filas a Orbán, mientras este juega al idilio con la ultraderecha de Salvini. Su reunión de esta semana en Hungría, con una foto xenófoba de malísimo gusto en la valla fronteriza serbohúngara, no ha causado la más mínima reacción en la familia popular. Es algo paradigmático del gran debate del centro-derecha europeo, que sigue perdido, casi autista, en su relación con la extrema derecha. De momento, simulan neutralidad ante la clara ofensiva ultra, un comportamiento que empieza a oler a abierta complicidad con el centro neurálgico de su estrategia.

El cálculo para no expulsar a Orbán es, por supuesto, electoralista, pero ponerse de perfil ante la extrema derecha no solo acabará regalándole votos, sino que mimetizará el discurso de toda la derecha. Lo hemos visto aquí con Rivera y Casado, más obedientes al modelo austriaco de Kurz que al de Angela Merkel. Porque hay que tener un cuajo que ellos no tienen para enfrentarse a la ultraderecha como lo hace la canciller, y convertirse en el foco del odio ultra en su país, ahora que defender valores democráticos sin medias tintas se pinta de supuesta superioridad moral: un nuevo eufemismo para descalificar al adversario mientras blanqueamos lo que para todos era inaceptable. Lástima que a Merkel le quede poco para recordarnos que solo hay una derechita cobarde: la que naturaliza a la ultraderecha.

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