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Columna
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Echar al presidente

Candidatos presidenciales a la destitución los hay en todas partes. No hay en cambio tantos sistemas eficaces para resolver el problema

Lluís Bassets
Manifestación contra el régimen argelino el pasado mes de abril en Argel.
Manifestación contra el régimen argelino el pasado mes de abril en Argel. AFP

Hay un momento en que hay que echar al presidente. Sabiendo que, a falta de instrumentos pacíficos a mano, la cuestión acabará degenerando en la calle. Candidatos presidenciales a la destitución los hay en todas partes. No hay en cambio tantos sistemas eficaces para resolver el problema, ni todos los que hay son democráticos y tranquilos. La limitación de mandatos y los procedimientos de destitución son los mejores. No en vano los tiene Estados Unidos, la democracia más veterana y experimentada.

En Egipto el Parlamento acaba de eliminar una de las cautelas al poder sin límites: Al Sisi podrá presentarse de nuevo hasta 2030. Poco importa allí donde todas las elecciones han sido amañadas desde el golpe con el que llegó al poder el actual presidente. En Argelia, eliminada la limitación de mandatos y hartos de elecciones fraudulentas, los ciudadanos han conseguido en la calle la destitución del presidente sin pasar por las urnas. En Sudán, todavía con menos formalidades que Argelia, también es la calle la que ha echado al dictador.

Es difícil definir una democracia, pero lo que es seguro es que no existe allí donde no hay forma democrática de echar al presidente. Argelia y Sudán van en la buena dirección, y Venezuela, en cambio, va en la contraria. Maduro ha cambiado la regla de juego cada vez que han intentado echarle: impidió un referéndum revocatorio porque no estaba seguro de ganarlo como Chávez y neutralizó la Asamblea Nacional cuando perdió las elecciones en 2015 con la creación por decreto de una Asamblea Constituyente, con la que pudo ganar otras elecciones presidenciales en mayo de 2018 sin legitimidad alguna. A falta de instrumentos legales para echarle, la calle y el Ejército son los que ahora deciden.

Los valores democráticos de Donald Trump son selectivos. Quiere echar a Maduro y no quiere que echen a Al Sisi. Todavía menos quiere que le echen a él, aunque sabe que también se lo merece. Sus méritos no son tantos ni tan graves, pero gracias al fiscal especial Mueller sabemos que existen y que son sólidos. Otra cosa es que convenga y sea posible echarle ahora. La democracia estadounidense lo tiene todo: limitación de mandatos y procedimiento de destitución o impeachment, que solo ha entrado en funcionamiento en tres ocasiones y en ninguna ha culminado.

Según el jurista Cass Sunstein, es como la espada de Damocles: lo importante no es que caiga sino que cuelgue. Muchas son las cautelas ante un impeachment, que podría ser por obstrucción a la justicia sin necesidad de centrarse en la conspiración no demostrada con Putin. Es posible incluso que los republicanos cierren filas y garanticen el segundo mandato de Trump. Sunstein sostiene que “es el símbolo y el recuerdo de quién está realmente al cargo y en quién reside la soberanía, hasta el punto de que anuncia, más que ninguna otra provisión o documento fundacional, que los estadounidenses son ciudadanos y no sujetos”. Exactamente lo mismo que quieren ser todos los ciudadanos, desde Venezuela hasta Argelia, cuando quieren echar al presidente.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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