Épica del voto
Debería ser innecesario recordar a la sociedad española el carácter único y profundo del acto del sufragio


Cuenta Ian Thomson en su biografía de Primo Levi que, el 2 de junio de 1946, día en el que los italianos estaban llamados a elegir entre monarquía o república en los primeros comicios democráticos tras la dictadura, el escritor italiano superviviente de Auschwitz acudió temprano al colegio electoral para ayudar en el recuento de los votos. Nacido bajo el régimen de Mussolini, era la primera vez que Levi veía una urna. Narra Thomson que, “por cada voto que Levi contaba personalmente a favor de la república, era como si emergiera un mundo nuevo”.
No hace falta remontarnos a la Europa que surgía de la guerra y el fascismo para encontrar testimonios del significado poderoso que tiene el voto libre y democrático. En 2011, cuando los tunecinos acudieron por primera vez a las urnas después de cinco décadas, The Guardian recogía el testimonio de Samira, de 50 años, que había llegado a las puertas del colegio electoral a las 5.45 de la mañana para ser la primera en votar. Apenas había dormido esa noche. “¿Cómo iba a poder? Es la primera vez que voto en mi vida. ¿Qué es una noche cuando llevamos décadas esperando la libertad? Es por estas urnas que tomamos las calles”, decía la mujer, en alusión a la primavera árabe.
La ilusión, la esperanza, la felicidad, y el orgullo están inscritos en la experiencia de quienes depositan una papeleta por primera vez tras haber sido hurtados de ese derecho humano universal por años, décadas o, incluso, desde el nacimiento formal de la democracia: desde las sufragistas de principios del siglo XX hasta las generaciones de ciudadanos en época contemporánea, cuyos países transitan de la dictadura a la democracia; pasando por colectivos minoritarios como los afroamericanos en Estados Unidos, que tuvieron que luchar duramente para obtener el derecho al sufragio; o los rohinyá, a quienes fue negado el voto en las últimas elecciones legislativas birmanas.
No existe otro acto colectivo que nos iguale a todos los individuos. Sharmarke Mohamed, refugiado somalí, que votaba por primera vez en las elecciones generales suecas de 2014, así lo expresaba: “En Somalia, si tienes mucho dinero decides más. Pero en Suecia todos tenemos un voto. Yo y el actual primer ministro. Él no es más importante, el día de las elecciones, él tiene un voto y yo uno”. Es esta la mística del voto democrático; tan real y tangible, al mismo tiempo, como un trozo de papel que, junto a millones de trozos de papel idénticos, deciden el destino de una sociedad.
En un país como el nuestro, donde las generaciones mayores de votantes crecieron sin elecciones democráticas, debiera ser innecesario recordar a la sociedad el carácter único y profundo del acto de votar. Es “la elección pacífica de todos”, escribía Walt Whitman hace casi siglo y medio en su poema Election Day. Votar es un privilegio, votar es una responsabilidad.
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