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Columna
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Patriotas en Burgos

No sé si se puede levantar un discurso nuevo con palabras tan viejas y gastadas

Sergio del Molino
Adriana Lastra durante su intervención en el acto de Burgos.
Adriana Lastra durante su intervención en el acto de Burgos.Santi Otero (EFE)

Estuvo Adriana Lastra en Burgos esta semana defendiendo que el PSOE es “un partido de patriotas”. Lo dijo en el Foro Evolución, que es un lugar limpio y de acústica impecable donde algunos escritores, cuando nos invitan, damos la paliza entre réplicas de huesos de Atapuerca. Un sitio maravilloso que define el Burgos del siglo XXI y donde encajan mal palabras tan del siglo XIX. Entre miles de otras cosas, Atapuerca nos ha enseñado que la humanidad empezó a cuidarse y a adquirir una cierta conciencia social muchísimo antes de que a alguien se le ocurriera diseñar una bandera y decir que un trozo de tierra era suyo.

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Ya sé que esto es una lucha semántica que una parte del PSOE comparte con una parte de Podemos para que lo patriótico deje de ser patrimonio de la derecha, pero no sé si se puede levantar un discurso nuevo con palabras tan viejas y gastadas. Patriota, dicha en Burgos, precisamente en Burgos, suena a piedra gorda tirada en un estanque.

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Burgos fue una ciudad santa del nacionalcatolicismo, no solo porque se escogió como capital franquista durante la guerra civil, sino porque en sus calles se armó la intelligentsia del régimen, el llamado grupo de Burgos, formado por los intelectuales que intentaron darle algo de lustre filosófico-literario a la barbarie. En cierto sentido, la ciudad fue para Franco lo que Nuremberg para Hitler, y el españolismo siempre ha sentido que las esencias telúricas de la patria reverberaban en las piedras góticas del casco histórico.

Por eso, la palabra patriota podría hacer un buen eco entre los sillares y las vidrieras de las iglesias, pero esa ciudad ya no existe, y mucho menos en el Foro Evolución, que es la catedral laica y científica. Ni siquiera en los mesones de letras góticas donde sirven lechazo queda un solo churretón de aquella mitología de águila bicéfala. Cualquiera que visite Burgos hoy encontrará una ciudad coqueta, sonriente y muy acogedora, profundamente integrada en la modernidad europea, con una calidad de vida envidiable, unas tascas excelentes para tomar vermú y algunas de las mejores librerías de España. Una ciudad mucho más orgullosa de los fósiles que cada año se rescatan de las excavaciones de Atapuerca que de cualquier gesta medieval.

Burgos ya se curó del empacho de patria y no necesita más cucharadas, como no las necesita nadie en España. En vez de pronunciar palabras solemnes que no se sabe muy bien qué hacer con ellas podríamos contar en qué se han convertido estas ciudades que durante décadas encarnaron lo más oscuro e histérico de la dictadura, porque esa historia sí que es un motivo de orgullo para cualquier español demócrata y también un ejemplo de lo que el Partido Popular puede hacer gobernando cuando deja la Tizona y el pendón de Castilla guardados en el desván. Puede que todo eso sean formas constructivas, inclusivas y aceptables de patriotismo, un patriotismo bajo en calorías y muy digestivo, pero cuando se nombra con palabras antañonas provoca la misma acidez de estómago.

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Sobre la firma

Sergio del Molino
Es autor de los ensayos La España vacía y Contra la España vacía. Ha ganado los premios Ojo Crítico y Tigre Juan por La hora violeta (2013) y el Espasa por Lugares fuera de sitio (2018). Entre sus novelas destacan Un tal González (2022), La piel (2020) o Lo que a nadie le importa (2014). Su último libro es Los alemanes (Premio Alfaguara 2024).

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