La espada de Pelayo

Nuestros descendientes se horrorizarán: en vez de hacernos cargo de una de las mayores tragedias de nuestra época, votamos a quienes alimentan el odio al diferente y la xenofobia

Imagen nocturna de una patera cerca de la isla griega de Lesbos, en julio de 2018.Nicolas Economou (NurPhoto / Getty Images)

Somos seres inscritos en la historia y por ello, porque todos participamos en su construcción (seamos o no conscientes), somos responsables de lo que ocurre en nuestro presente. Tal vez algunos piensan que nuestra época es anodina, que no les toca participar en ningún evento histórico importante; tal vez sienten cierta nostalgia por otras épocas en las que ocurrían cosas de verdad: guerras, conquistas, valientes defensas patrias, grandes gestas en las que mostrar el heroísmo, el coraje, incluso ofrecer a Dios el sacrificio máximo de la vida, a ser posible la ajena. En el panorama político actu...

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Somos seres inscritos en la historia y por ello, porque todos participamos en su construcción (seamos o no conscientes), somos responsables de lo que ocurre en nuestro presente. Tal vez algunos piensan que nuestra época es anodina, que no les toca participar en ningún evento histórico importante; tal vez sienten cierta nostalgia por otras épocas en las que ocurrían cosas de verdad: guerras, conquistas, valientes defensas patrias, grandes gestas en las que mostrar el heroísmo, el coraje, incluso ofrecer a Dios el sacrificio máximo de la vida, a ser posible la ajena. En el panorama político actual creo que podemos encontrar algún que otro nostálgico con este perfil: el nostálgico de gesta. En este sentido, algunos políticos hablan del pasado con manifiesta ignorancia, que yo no sé si es siniestramente fingida o bochornosamente indocta. Frente a esa ignorancia hay gente generosa que dice: “Es que éste no sabe lo que es una guerra o una dictadura, es demasiado joven” o “No ha vivido la kale borroka, los tiempos de ETA, no sabe de lo que habla”. Ni la juventud ni la ignorancia son excusables para alguien que se presenta como candidato a la presidencia de un país, creo yo.

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El mismo que critica los esfuerzos por desenterrar a los más de 100.000 asesinados que quedan en nuestras cunetas víctimas de la dictadura franquista y habla con desprecio de unas “fosas de no sé quién”, es el que califica como kale borroka a cualquier tipo de protesta en la calle, banalizando así una historia que desconoce y demonizando la disidencia. Pero no es el único: el mismo que dice que la rebelión de las tropas franquistas y el asesinato sistemático y masivo de civiles en su avance desde África fue un “movimiento cívico” elige Covadonga como inicio de su campaña o, mejor dicho, reconquista de España. Y podría seguir, pero se me acaba la columna.

Este uso torticero de la historia remota y reciente es una forma de potenciar una vivencia de lo actual en la que desaparece la solidaridad con las víctimas de la historia y con el más débil de nuestro presente, y se ensalza la agresión y el odio como catalizadores de progreso. La mentira sobre el pasado es mentira sobre el presente. Pondré como ejemplo una tragedia de la que seguramente nos pedirán cuentas en el futuro. Me imagino que nuestros descendientes se extrañarán frente a la ineficacia de políticas públicas de amparo para evitar los miles de refugiados ahogados en el Mediterráneo, nos preguntarán si de verdad ningún partido diseñó un plan de rescate eficaz en su programa electoral, si la solidaridad europea no… Se horrorizarán y nos mirarán con desprecio porque, en vez de hacernos cargo de una de las mayores tragedias de nuestra época, algunos ciudadanos votarán a aquellos que desenfundan la espada de Pelayo y alimentan lo peor de nosotros: el odio al diferente, el rechazo y la xenofobia.

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Pero esto no es ni siquiera lo peor que nos puede pasar. Lo peor sería que en el futuro nadie nos preguntara qué hicimos ante esta tragedia, que el discurso del odio y de Santiago y cierra España cale tan hondo que ni siquiera quede conciencia de nuestra responsabilidad en esta historia, como para algunos no hay conciencia sobre la deuda que tenemos con los más de 100.000 asesinados abandonados en las cunetas de España. Olvidados, sin nombre, sin nadie que registrara su muerte, que les cerrara los ojos, igual que los miles de seres humanos que alimentan la gran fosa común en la que se ha convertido nuestro Mediterráneo.

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