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Columna
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Fuerza en vez de luz

Hay un Netanyahu de proyección internacional, que tiene lo mejor de cada casa entre sus amistades: Rodrigo Duterte, Jair Bolsonaro, Viktor Orbán, Vladímir Putin

Lluís Bassets
El primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu, tras conocer los resultados de las elecciones legislativas este miércoles en Tel Aviv.
El primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu, tras conocer los resultados de las elecciones legislativas este miércoles en Tel Aviv. THOMAS COEX (AFP)

En Israel siempre hay un camino más a la derecha. El quinto Gobierno que prepara Benjamín Netanyahu estará todavía más escorado que el anterior, que ya fue tildado del más derechista de la historia de Israel. El impulso derechista viene de lejos, desde que el Likud alcanzó el Gobierno con Menachem Begin en 1977, rompiendo el monopolio fundacional de la izquierda laborista. Pero con Netanyahu, y sobre todo con la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, la derechización se ha acentuado hasta límites inimaginables.

Ningún presidente había tenido anteriormente tanta complicidad con la derecha israelí. Ni siquiera George W. Bush, que defendió la hoja de ruta para alcanzar un Estado palestino en paz, seguridad y mutuo reconocimiento con Israel. Trump ha liquidado todas las bazas que había que negociar con los palestinos. Ha cerrado la oficina diplomática de la Organización para la Liberación de Palestina en Washington, ha cortado las ayudas para los refugiados palestinos que vehiculaba la ONU y trasladado la Embajada de su país a Jerusalén, reconocida ya como capital indivisible y exclusiva del Estado de Israel.

También ha aceptado la anexión del Golán ocupado a Siria, y así ha sentado un claro precedente: Cisjordania entera está a disposición de Israel. Así lo ha apreciado Netanyahu, que no piensa desmantelar ningún asentamiento sobre tierra palestina, no ya los que son ilegales según la legislación internacional, que son todos, sino incluso los llamados outposts, tomados por los okupas fundamentalistas, y hasta ahora ilegales incluso según la ley israelí.

El mayor éxito de Netanyahu se llama Trump. El primer ministro israelí consiguió hacerse con el Gobierno en 2009 gracias a la derechización de la Kneset, a pesar de que Tzipi Livni, la dirigente de Kadima, le superó en votos y en diputados, pero tuvo que enfrentarse a un obstáculo enorme llamado Barack Obama, con su promoción de la democracia en el mundo árabe, su deshielo con Irán y su empeño en congelar los asentamientos ilegales en territorio israelí para culminar el proceso de paz.

En los tres capítulos Netanyahu ha salido vencedor: de la democracia árabe solo queda el pequeño y lejano Túnez. En el resto reina la paz de los cuarteles en vez de los colegios electorales, bajo la generosa y corrupta protección de las monarquías del Golfo. El cambio en la Casa Blanca ha revertido el deshielo con Irán, cuya guardia revolucionaria ha sido declarada terrorista. Y nadie va a mover un dedo en Washington por los derechos de propiedad de los palestinos en Cisjordania y menos todavía por su quimérico Estado.

No es solo Trump, es la época del nacionalismo populista. Hay un Netanyahu de proyección internacional, que tiene lo mejor de cada casa entre sus amistades: Rodrigo Duterte, Jair Bolsonaro, Viktor Orbán, Vladímir Putin. El Israel que reivindicó en la noche de su victoria es “una nación fuerte entre las naciones más fuertes del mundo”, lejos del modelo moral de aquella “luz entre las naciones” del profeta Isaías tantas veces citado por los padres fundadores.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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