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Columna
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La serpiente emplumada

El populismo de López Obrador no admite una conceptualización simplista, ni se agota en la demagogia y el engaño

Juan Jesús Aznárez
El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, en Guadalajara, estado de Jalisco (México).
El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, en Guadalajara, estado de Jalisco (México). Francisco Guasco (EFE)

El populismo de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) no admite una conceptualización simplista, ni se agota en la demagogia y el engaño, sino que discurre por los meandros del oportunismo, el nacionalismo y el compromiso con el pueblo irredento, de cuyos anhelos se proclama heraldo. Su apostolado indigenista comenzó durante las prácticas priístas en Tabasco, hace 40 años, escuchando al poeta Carlos Pellicer sobre la miserable vida de los indios chontales. Desde entonces vive con la predicación a cuestas.

La carta del presidente mexicano al rey de España y al Papa reclamándoles que pidan perdón por los atropellos de la Conquista no hubiera debido escandalizar teniendo en cuenta la trayectoria e intención del remitente y la identidad de los verdaderos destinatarios: los 11 millones de indígenas que votaron su candidatura, le invistieron con el bastón de la serpiente emplumada y ahora son acreedores políticos. La deuda suele contraerse durante las campañas electorales y los vencimientos se reestructuran cada legislatura por impago. Los aborígenes latinoamericanos continúan siendo sujetos de abandono, racismo y manipulación en un subcontinente con 522 etnias y 42 millones de miembros, el 80% en México, Guatemala, Perú, y Bolivia, afianzados en usos y costumbres incompatibles a veces con el Estado de derecho.

Lo sabe bien AMLO que se inició en política dirigiendo centros de ayuda a grupos marginados. Hace cuatro meses fue ungido por la Cámara de Diputados y los chamanes de las comunidades prehispánicas. Ningún presidente ha recibido tanto apoyo de los pueblos originarios con quienes amortiza deuda publicando la ventajista interpelación a la monarquía y el papado.

Consumido el plazo de la tolerancia y los brindis, el nuevo gobernante de México disfruta de una popularidad sin precedentes. La consigue sin acometidas estructurales contra la corrupción, la delincuencia y el corporativismo mafioso. Era obvio que la eliminación de pensiones suntuarias, la reducción de los sueldos del alto funcionariado, el aumento del salario mínimo, la venta del avión presidencial, el anuncio de una policía salvadora o el homenaje a Emiliano Zapata serían aperitivos aclamados. El bombardeo de probidad y simbolismos es imprescindible, pero la moralización de la vida pública y la austeridad franciscana no bastan para crear empleo y rescatar de la postración a las poblaciones indígenas; tampoco, la oficialista purificación de los contrapesos institucionales y reguladores, ni el avance del viejo clientelismo en los presupuestos y emprendimientos de la administración federal.

Improbable en este sexenio por su envergadura y la proclividad de López Obrador a los rodeos, la solución de los problemas medulares de México exige encarrilar las reformas fiscal, educativa y energética, contener el déficit y sustanciar transformaciones que incomodan ideológicamente al presidente y dividen a su coalición, cuya mayoría en las Cámaras puede hacer mucho bien, pero también mucho daño si equivoca las prioridades.

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