Venturi en Murcia
El autor del libro 'Complejidad y contradicción en la arquitectura' cita muy pocas veces España. La mención más larga es para esa ciudad
En el libro Complejidad y contradicción en la arquitectura que escribió el arquitecto recientemente desaparecido Robert Venturi se menciona muy pocas veces España. El ensayo describe las "tensiones entre las mamparas del coro y los murios exteriores de la Catedral de Albi y otras de Cataluña" y constata que "en el Palacio de Carlos V en Granada, en la Villa Farnese de Caparola y en la Villa Giulia, los patios dominan porque son grandes y sus formas contrastan con la forma de los permímetros". Luego se extiende algo más para hablar de Murcia. Concretamente del encuentro entre la catedral de Santa María y los falsos soportales levantados tras la Guerra Civil, casi como acogidos bajo el ala del mismo edificio de piedra arenisca, pero con intención de rentabilizar el edificio dándole un uso comercial externo. Lo recordó hace unos días el arquitecto Felipe Iracheta, tras una conferencia en el Colegio Oficial de Arquitectos de la Región de Murcia (COAMU). Y es cierto que, con los años —ese libro data de 1966— los límites entre catedral y ciudad se desdibujan ante las prisas o ante el paseante que sabe poco y no quiere saber más. Esa misma idea, continuar lo que existe y dejar que el paso del tiempo lo confunda, la utilizaron Venturi y Denise Scott Brown para ampliar la National Gallery de Londres casi 30 años después. Y, del mismo modo, su obra más polémica ha pasado a ser, con el paso del tiempo, uno de sus trabajos mejor comprendidos.
Pero regresemos a Murcia. Y entremos en esa catedral conectada con el contexto.
Lo que interesó a Venturi fue la inflexión que consiste en promover la grandeza y el detalle al mismo tiempo: los frontones rotos sobre las columnas orientados uno hacia el otro para sugerirnos un portal enorme especialmente apropiado para la plaza.
Ese juego de escalas se da también en el Ayuntamiento que, frente a la catedral, levantó Rafael Moneo. Ese edificio es una lección de huecos, casi troquelados. Falta el principal, la puerta, que, desplazada a un lateral, confiere al inmueble un aire flotante. Eso, la falta de simetría de los huecos, la fachada retirada y el patio inglés que resta peso visual al edificio, lo convierte en un interlocutor de la catedral de arena. Cada uno habla de su tiempo. Sin embargo, la modernidad rompió, casi sin posibilidad de reparación, el relato del tiempo que construyen los edificios como palimpsestos.
En el interior de la catedral, la capilla de los Vélez está hecha de la misma piedra arenisca local que hace que toda la catedral parezca levantada con arena fina de playa. Y al mismo tiempo. De gótico flamígero, con una cúpula de nervaduras estrelladas, la capilla fue construida por Juan Chacón, que era mayordomo de Isabel la Católica, a mitad del siglo XV. Esa capilla rompe el orden del perímetro del templo en su contacto con la ciudad, pero lo mantiene en el interior consiguiendo sumar diferencia y continuidad. Dentro, lo que más destaca bajo el bosque de nervaduras es el sepulcro de mármol de Chegín, sobre el que protesta un niño que, lejos de ser angelical, deja ver que no se quiere ir, que se resiste a quedarse encerrado en el pequeño y ornado sarcófago. Está indefenso porque es un niño, pero además de estar desnudo, no le alcanzan los pies para tocar el suelo. Llora con más rabia que pena, porque no quiere ser el muerto. Ese santuario rojizo, de 1810, vela los restos de ese niño hijo de los duques de Medina Sidonia, nieto del marqués de Los Vélez, y es lo único que contrasta con la capilla arenosa. Con todo, además de la unión de las partes diversas, lo más llamativo y admirable es que todos los maestros artesanos que, a lo largo de los siglos fueron completando la capilla están nombrados. También recibe crédito el autor, anónimo, de la reja que es del siglo XVII e imita el gótico de la capilla. Así, la unión de las piezas, que valoró Venturi, también se da dentro de la catedral. Tal vez por eso la capilla fue declarada monumento nacional en 1928. Ha pasado casi un siglo. Han pasado más de cinco desde que se construyó, y seguimos abriendo la boca al acercarnos con el mismo asombro con el que Venturi admiró la unión de las partes en Murcia hace, también, medio siglo. La mayor sorpresa, sin embargo, está en la Murcia actual. Es difícil pasear por el malecón, una especie de High Line murciano levantado como muro de contención para detener las crecidas del río Segura que hoy funciona como atalaya para contemplar los jardines y la huerta que rodea la ciudad, sin pasar cierto calor. El malecón es un lugar tan emblemático, transitado y bien dotado para el descanso —todo el perímetro es un banco corrido—, pero en él se echa de menos la sombra. Por eso la sorpresa es que la primera bocanada de frescor llega de manera inesperada, con un nudo de circulaciones.
Bajo el cruce de la autovía que va hacia Cartagena un grupo de mujeres conversa mirando los huertos de flores que rodean el malecón. Un vagabundo duerme, bajo el techo de la autovía, y la ciudad se hace más humana en ese encuentro entre paseo y carretera, que sin la perspectiva de Venturi podríamos considerar que desvirtúa el urbanismo. Venturi está vivo en Murcia: la suma de dispares forma la ciudad.
Babelia
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