Por debajo de la marejada
Ojalá saquemos un rato para, a parte de discutir sobre qué gobierno, también sobre gobernar para qué
No ser derrotista es provocador. En un contexto de tanta polarización política se clama continuamente que estamos al borde del colapso, y eso que la experiencia nos demuestra que no es tan así. España, que es un país incrédulo, ha cambiado a mejor estos 40 años. Todos los indicadores de esperanza de vida, renta per cápita, salud, infraestructuras o educación indican que hemos convergido con Europa a pasos agigantados. Más aún, y aunque sea impopular decirlo, también en parte gracias al concurso de nuestra clase política.
Sin embargo, España tiene todas las virtudes y defectos de un país que ha cambiado mucho en breve plazo. Nuestra posición de partida era tan empobrecida que, con la modernización económica y la apertura al mundo, se generó un campo enorme de movilidad social. Un proceso especialmente intenso para la generación de los baby boomers y, algo menos, para la nacida entre 1966 y 1980. Así, el pacto democrático se acompañó del componente aspiracional: se podía ir a más. Ahora bien, la transformación estructural que generó aquel gran ascenso social no se va a repetir y si queremos seguir prosperando deberemos hacerlo de otra manera.
Por esto mismo lo positivo de nuestra trayectoria tampoco debería hacernos complacientes. Tenemos en las pensiones y en la sanidad las joyas de la corona de nuestro sistema de bienestar, pero el mercado laboral español sigue siendo disfuncional y precario. Hemos expandido enormemente la educación, pero seguimos teniendo un abandono escolar insoportable. Vamos colocando a niños y jóvenes como objetivos prioritarios, pero redistribuimos poco y mal a los sectores más pobres. Tenemos una administración pública relativamente competente, pero también problemas con la independencia de la justicia o de corrupción. Un estado descentralizado que ha ayudado al desarrollo y autonomía de regiones históricamente olvidadas, pero con signos evidentes de agotamiento.
A mi juicio ninguna de estas problemáticas es inabordable si hacemos un diagnóstico ecuánime. Sin embargo, es sabido que la hipérbole es la enemiga de la reforma y, por desgracia, la contaminación del debate público nos hace desperdiciar energías. Probablemente los acontecimientos de estos años tengan todo que ver. Fragmentación partidista, repetición electoral, una moción de censura exitosa a mitad de legislatura o la monumental crisis constitucional en Cataluña han tenido lugar en solo cinco años. Unos cambios tan bruscos que explican el desconcierto de nuestros políticos; las fronteras de la competición electoral aún no están definidas y la polarización es la estrategia ganadora. Pero no nos engañemos, la marejada continua en la que estamos enfrascados es perfectamente compatible con que nada cambie en las corrientes de fondo. Ojalá, incluso en este ambiente preelectoral, saquemos un rato para, aparte de discutir sobre qué gobierno, también sobre gobernar para qué.
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