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Columna
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Vox: un partido a la carta

El partido de Abascal ocupa cada vez más espacio atrayendo nichos, gremios y minorías

Santiago Abascal, en una comparecencia, el pasado 25 de febrero.
Santiago Abascal, en una comparecencia, el pasado 25 de febrero.VOX (Europa Press)

El oportunismo con que Santiago Abascal define a Vox no como un partido sino como un movimiento se resiente del estupor semántico que implica el “movimiento” en la memoria de tantos españoles que padecieron el franquismo. Puede que sea premeditada la provocación de Abascal, igual que se antoja elocuente la pretensión de convertir Vox en una criatura heterogénea, provista de valores bíblicos y de moralismo decimonónico, pero también sensible a la aspiración megalómana del populismo.

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Abascal y sus evangelistas recelan de la marginalidad. Les incomoda que se los perciba como expresiones de un partido friqui, oscurantista y estrafalario. Necesitan expandirse. Y parecen estar consiguiéndolo como bandera estimulante de muchas minorías. Vox es el orden contra el caos. La solución providencial a los problemas abstractos y los desgarros viscerales, pero también la respuesta al desasosiego de los desamparados.

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Abascal ha conseguido representarlos desde una insólita solidaridad gremial. Vox identifica la discriminación de los taurinos y de los cazadores, apela a la conciencia de los ultracatólicos, sintoniza con la beligerancia de los reaccionarios, empatiza con las pulsiones islamófobas de la sociedad, conecta con el cabreo de los currantes, se echa al hombro la angustia de la España rural, aglutina el fervor de los patrioteros, fomenta la testosterona del macho alfa, se recrea incluso en la adhesión de un público universitario que recela del sistema y de las convenciones.

El movimiento es la solución a la propia indefinición del mosaico. Santiago Abascal y sus costaleros enfatizan la idiosincrasia españolista y muscular, pero son conscientes de haberse convertido en la expectativa polifacética de los nichos desatendidos. Se trata de aplicar una terapia quirúrgica, localizada, que no parece exigir a los votantes un ejercicio de responsabilidad general.

No es igual la clandestinidad de un aficionado a los toros que la pólvora húmeda de un cazador, pero el descaro, el entusiasmo de Vox en la reivindicación de una y otra campaña desdibuja las obligaciones del elector con la identificación de la causa absoluta.

Más allá del lenguaje desacomplejado y del rechazo a la corrección, inequívocos en todos los nervios del recetario voxista, Abascal satisface una suerte de menú a la carta. Minoría a minoría, el movimiento cataliza una realidad electoral que puede rebasar ampliamente el bautismo del parlamento andaluz.

Se ha perdido el miedo a votar a Vox.  Se ha normalizado, homologado. No ya porque el partido se ha legitimado en las instituciones y porque se ha arraigado en el hábitat político-mediático-, sino porque contribuyen a blanquerarlo el Partido Popular o Ciudadanos cada vez condescienden con la extrema derecha en las fotos, en las plazas y en las ideas sentimentales sobre España.

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