El campo antes de la batalla
Lo decisivo es crear estados de ánimo. Cuanto más guerreros, mejor. Y para ello el arma decisiva consiste en irritar las emociones
En momentos de desconcierto político, cuando más necesitamos que alguien nos ayude a entender lo que pasa, lo que nos encontramos es lo contrario: la política se vuelve cada vez más primaria, casi insultantemente simple. Cuando la gravedad de los problemas que nos abruman no paran de manifestarse y ansiamos encontrar respuestas, todo lo que se nos presenta son frases hechas o proclamaciones vacías. Cuando más se afirma el convencimiento de que nuestras dificultades solo pueden encontrar una solución a través de políticas de consenso, a lo que asistimos es, empero, a la casi histérica celebración del disenso y la confrontación.
Lo que se nos oferta es, pues, lo contrario de lo que se demanda. O quizá no. Puede que un gran número de ciudadanos se haya socializado ya en esta visión de la política donde lo único que importa al final es que ganen los nuestros. O, mejor, que al menos no gane el más odiado. Las elecciones aparecen así como una especie de casting en el que toca elegir a nuestro favorito. Las consecuencias no importan, porque tampoco las sabemos —nadie nos explica el efecto de un 155 permanente en Cataluña—. Y porque, de eso ya tenemos amplia constancia, intuimos que nunca se satisfarán las expectativas, las promesas electorales siempre acaban traicionándose.
Eso parece que da igual. Lo decisivo, como bien saben los expertos en comunicación política, es crear estados de ánimo. Cuanto más guerreros, mejor. Y para ello el arma decisiva consiste en irritar las emociones. Esto sirve tanto para ocultar la banalidad de los discursos como para cementar las adhesiones. Un zasca en las redes llega más que un aburrido artículo de opinión; y para descalificar al contrario basta con el insulto, no hace falta leer su programa. La clave está en conseguir un estado de alerta emocional permanente. La precisa inducción de los afectos es más importante que la geometría política argumental. Por eso se abrazan también las políticas identitarias. Como decía Karl Kraus, “el nacionalismo es un hervidero en el que se incrusta cualquier idea”. A menor nivel argumentativo ocurre que por fin contemplamos la política al desnudo. El objetivo no es aplicar una política, sino el acceso al poder como fin en sí mismo; o su conservación. La codicia del poder lo mueve todo. De ahí esa lacerante visceralidad contra el competidor. Y ese ya indisimulado nerviosismo que asola a quienes se juegan el quedar en primer lugar para liderar la potencial coalición victoriosa. La otra dimensión de la política, el adicionar voluntades para conseguir fines colectivos, pasa a mejor vida.
La campaña empieza con un país fracturado donde la condición para solucionar sus problemas se presenta a partir de la máxima de “yo o el caos”, requiere la derrota sin paliativos del contrario. Después de la batalla descubriremos, sin embargo, que la aritmética (parlamentaria) tiene razones que la pasión electoral no entiende.
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