La conversación
Un viejo arte en tiempos de nuevas tecnologías
No tiene sentido alguno lamentarse por las vertiginosas transformaciones que se han producido en los últimos años desde que Internet empezó a formar parte de la vida cotidiana de la gente y las nuevas tecnologías y las redes sociales se ocuparon de marcar el paso. Ha cambiado todo, y todavía no se sabe hasta qué punto. Las facilidades para acceder al conocimiento son mayores e instantáneas. No hay más que navegar un rato por la Red para acceder de inmediato a propuestas de la más diversa especie que contribuyen a formarte y provocan con frecuencia deleite y contento. No hace falta ya, además, complicarse la vida en mil asuntos enojosos, basta con tocar algunas teclas y dar algunas órdenes para que cese cualquier tribulación en un instante.
Pero tanta cosa buena a veces puede llevarse por delante algunas viejas costumbres, que acaso no esté de más conservar. Por ejemplo, la conversación. No es difícil ver ahora en cualquier reunión como cada cual está pendiente sobre todo de su móvil y desentendido de lo que allí se celebra. Y una conversación tiene sus pequeñas exigencias para que termine resultando. Es necesario no llevarse mal con las palabras, y cultivar la atención y el respeto por el otro.
En el Diario de un viaje a las Hébridas con Samuel Johnson, James Boswell muestra qué peso tenían las conversaciones, y cuánto afán se ponía en ellas, en aquellas épocas remotas. Es un trabajo anterior a La vida de Samuel Johnson, la magna obra de Boswell que, como recuerda Ignacio Peyró en Pompa y circunstancia, le hizo decir a Julien Green que, al final, aquel enorme filólogo que fue capaz de escribir un diccionario de la lengua inglesa en solitario, amén de otra enorme cantidad de obras eruditas, “debe su gloria al libro de otro”.
El sábado 14 de agosto de 1773 se encuentran en Edimburgo y se despiden, en la misma ciudad, el 22 de noviembre. Entre esas fechas viajan por Saint Andrews y Aberdeen e Inverness, cabalgan a la vera del lago Ness y se embarcan hacia Skye, para ir deteniéndose luego en otras islas hasta regresar y acercarse hasta Auchinleck, donde vive el padre de Boswell, y volver al punto de partida. Johnson tiene 64 años y es “enorme, robusto, podría decir que próximo a lo gigantesco”, observa Boswell, que tenía entonces 33 y que dice de sí mismo que “más que mucha prudencia, tenía poca”. Visitan lugares memorables y parajes yermos y otros deslumbrantes, navegan bajo terribles tempestades y transitan por caminos imposibles, hay días en que solo toman una taza de té, y hablan, hablan y hablan. Lo mismo de la muerte que sobre la conveniencia de usar un gorro de dormir.
Todo el libro es un canto a la conversación, y Boswell no deja de celebrar cuánto destaca Johnson en sus diferentes palos. Lo bien que se explica, su afán polemizador, su afición por las citas y las anécdotas, su sentido del humor y su tono vehemente en asuntos que tienen que ver con sus férreas convicciones. Son dos tipos chapados a la antigua, devotos cristianos y de altos principios monárquicos, que descubren las Hébridas como si fueran críos. Pero por lo que toca a la conversación, su lección es muy reveladora. Hacen falta dos condiciones imprescindibles y que en estos días cada vez se dan cada vez menos: la capacidad de admirar y el dejarse ir, no importa dónde ni cuán inútil sea. No tener miedo de los laberintos ni de las selvas ni de los páramos agrestes.
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