Alicia Koplowitz, todo por amor al arte
La vocación de la empresaria es el dibujo. Con una fortuna de 1.700 millones, posee una gran pinacoteca y ejerce de mecenas
Durante el año 2017 se respiraba cierta tristeza en casa de Alicia Koplowitz. Decenas de cuadros de su colección habían salido de viaje para ser expuestos en las muestras organizadas en el Museo Jaquemart-André de París y en el de Bellas Artes de Bilbao. Al principio iban a recalar solo en la capital francesa. Pero su amigo Miguel Zugaza, al enterarse, le envió un whatsapp: “Qué envidia”, decía. Y ella, no solo consintió que de regreso 53 cuadros expuestos en Francia hicieran escala en la pinacoteca vasca, sino que aumentó algunos más hasta prácticamente doblar el número a 90 préstamos para el museo que dirige ahora Zugaza.
Era la primera vez que sus cuadros se exponían como colección privada con su nombre. Hasta entonces había accedido a prestar de manera anónima para exposiciones puntuales. Quienes la conocen, le oyeron quejarse de que las paredes habían quedado demasiado frías, excesivamente desnudas durante ese tiempo en su domicilio. Como ocurre cuando guardas ausencias, el viaje le hizo caer en lo que dependía de sus obras. Y valorar aún más un catálogo para el disfrute propio en el que caben desde esculturas griegas de tres siglos antes de Cristo o Zurbaranes a recientes Barcelós u obras de Ai Weiwei y Anselm Kiefer.
Su labor como coleccionista y mecenas es la que ha llevado a la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando a invitarla como miembro de honor de la institución. Cuando ingrese piensa acudir a las reuniones de los lunes. Cada semana, en la sede hoy un tanto martirizada por las obras de la madrileña calle Alcalá, artistas plásticos, catedráticos, músicos, arquitectos, cineastas…, se reúnen a discutir, debatir y velar por asuntos concernientes al arte, el patrimonio, la educación, la creación… Koplowitz quiere implicarse y colaborar. Pero, sobre todo, escuchar, comenta en una conversación con este periódico. “Porque yo no doy entrevistas”, advierte.
No ha sido una mujer a la que le sirviera conformarse. Quedó huérfana a una edad demasiado temprana. Su madre, Esther Romero de Juseu, murió cuando ella tenía 17 años. Pero antes, cuando apenas había cumplido ocho, había fallecido su padre, Ernesto Koplowitz Sternberg. Su habilidad para escapar del Holocausto y salir de Berlín a finales de la trágica década de los treinta no impidió que muriera demasiado joven, con 54 años, en un accidente de equitación.
Pero el empresario ya había sentado las bases para lo que sus hijas heredarían como Construcciones y Contratas antes de que ellas llevaran la firma a ser líder del sector en España. Años después, Alicia pasó de ama de casa a magnate y a formar una de las mayores fortunas del país, valorada ahora en más de 1.700 millones de euros. Ha sido un camino largo, donde ha superado también su divorcio de Alberto Cortina, con tres hijos por medio.
De la gestión de la empresa heredada de su padre a su actual firma, Omega Capital, Alicia Koplowitz ha representado una rareza en el panorama de las altas finanzas. Se asentó como directiva junto a su hermana Esther en un mundo dominado por hombres y ha capeado varias crisis sin perder peso en el ámbito de los círculos económicos con un instinto de supervivencia que achaca, entre otras cosas, a la condición judía de su padre.
Si hay algo que considera una laguna en su biografía es no haber podido ahondar en sus raíces polacas de Silesia del Norte junto a su progenitor. De aquella tierra minera castigada por el frío, el hambre y la persecución salió su familia paterna a Berlín y luego, Ernesto, a Francia y España. Siguió el ejemplo de lo que Amos Oz cuenta en Una historia de amor y oscuridad. Es uno de los libros favoritos de Alicia Koplowitz. En este, el autor israelí comenta como los suyos están siempre dispuestos a salir huyendo de donde les rechacen con lo puesto, aunque con el título universitario atado a la pierna.
La primera vocación de Alicia fue el dibujo. Su sueño, haber completado estudios en la escuela de Bellas Artes de Madrid. Y su flechazo más temprano, Las Meninas. Ocurrió durante una visita de su colegio, el Liceo Francés, al Museo del Prado a principios de los sesenta. Desde entonces, no ha cesado su obsesión por el cuadro de Velázquez: “Por su misterio y la ternura con que trata a sus figuras”, ha comentado. Tampoco su complicidad con el lugar que lo custodia, donde es miembro del patronato.
Al fin y al cabo, no cedió en su verdadero compromiso íntimo con el arte. Desde el mecenazgo, sobre todo en España, la implicación se redobla. Más en un país en que los sucesivos gobiernos —hasta ahora de UCD, PSOE y PP— no han logrado impulsar una ley que favorezca al nivel de otros estados ese fundamental aporte a la cultura.
Sus gustos como coleccionista son amplios. Basan la compra en su propio criterio. No se cierra a épocas ni corrientes. Abarcan toda la historia del arte. En el catálogo incluye piezas de la antigua Grecia y Roma al siglo XXI. Si algo echa de menos entre lo que posee es a El Greco y a Velázquez. Del resto de los principales maestros que admira, algo tiene: Zurbarán, Tiepolo, Canaletto, Goya, Picasso, Van Gogh, Schiele, Modigliani, Marc Rothko, Miquel Barceló, que luce junto a Chillida o Peter Doig, el último artista a quien le ha comprado una pieza, en alguna de las salas de Omega Capital. Quizás aumente el número este mes, cuando se dé una vuelta por Arco.
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