El excapitán de la policía cubana que recorrió toda la isla en busca de un Chevrolet Impala
La vida de Anselmo Ramírez ha estado marcada por dos pasiones intensas y en apariencia encontradas: la revolución cubana y los coches estadounidenses antiguos
El pasado 16 de diciembre, víspera de San Lázaro, el excapitán de la policía cubana Anselmo Ramírez hizo lo que acostumbra a hacer cada vez que llega esa fecha. Desde que en 2005 escapó milagrosamente de un tremendo accidente, el rito es siempre el mismo: esa mañana se levanta temprano, sale a comprar viandas, puerco, cerveza y ron, y cocina para sus amigos una cena con todos los honores, aunque ande corto de plata. La cita es en su casa, en la avenida 51 de La Habana, después de pasar el puente de La Lisa. Allí, al caer la tarde, saca a la calle una imagen de tamaño natural de San Lázaro para que lo veneren los vecinos o quien quiera que pase, y los amigos aguardan juntos comiendo, bebiendo y jugando dominó a que llegue el 17, día del santo más celebrado en Cuba, sea en su versión católica de Lázaro o como Babalú Ayé, en la religión afrocubana de la santería, a quien la gente pide favores y paga promesas aunque uno sea ateo o comunista, por si acaso.
Desde temprano la vida de Anselmo estuvo marcada por dos pasiones intensas y en apariencia encontradas. La primera de ellas, la revolución cubana, a la que dedicó parte de sus mejores días y noches pues llegó a ser escolta de Juan Almeida, uno de los comandantes históricos de Fidel Castro en la Sierra Maestra, y ese contacto de primera mano con la épica guerrillera le capturó. En segundo lugar, estaba su fascinación por los coches estadounidenses antiguos, una fiebre que le llevó a recorrer la isla durante meses en busca de un Chevrolet Impala del año 1959, vehículo que finalmente encontró pintado de negro y en perfecto estado en manos de una joven de La Habana que acabó siendo su amante.
Anselmo tiene sesenta años y hasta hace unos años perteneció a la Policía Nacional Revolucionaria. Por sus méritos el Estado le asignó una moto Ural rusa con sidecar, una motocicleta sin lujos pero indestructible en la que anduvo varios años, hasta que alcanzó el sueño de tener uno de aquellos fabulosos vehículos fabricados en Detroit en la época en que todavía los coches se hacían para que duraran toda la vida. Ser guardaespaldas de uno de los hombres que asaltó con Fidel Castro el Cuartel Moncada y lo acompañó después durante medio siglo en el poder, no resultó un trabajo fácil. Cuando se retiró y acabaron para él las guardias y la tensión permanente, Anselmo se dedicó a la artesanía y a la venta por cuenta propia de adornos y artículos diversos, desde alcancías para niños a imágenes del Che Guevara o figuras de santos católicos y afrocubanos, y de ese modo entró con suavidad a la salvadora área dólar.
El primer coche americano que tuvo fue un Chevrolet 1956, automóvil muy popular en Cuba, aunque de líneas conservadoras. Sin embargo, enseguida Anselmo se enamoró del diseño estilizado del Impala, al que la General Motors bautizó con el nombre del antílope africano por la ligereza de sus formas y la rapidez en su aceleración. “El Impala apareció como modelo Chevrolet en 1958, aunque su verdadero impacto vino un año después, cuando gracias a sus cambios tecnológicos y a la audacia de su diseño, más largo, más ancho y dos pulgadas más bajo que el Bel Air, llegó a convertirse en el coche más vendido en Estados Unidos entre 1960 y 1965”.
Según Anselmo, aquel Impala, imponente con sus grandes aletas modernistas proyectadas hacia el exterior, supuso una revolución en la industria del automóvil, igual que el triunfo guerrillero transformó radicalmente la sociedad cubana ese año de 1959, cuando Fulgencio Batista huyó del país y los barbudos se adueñaron del poder y de aquellos cochazos. Su primer Impala fue un Sedán de ocho válvulas pintado de rojo mamey. Tenía todo original, “todo el mundo en la calle quería ver con él”, recuerda este excapitán de la policía, que no es religioso pero que como buen cubano sí cree en el poder milagroso de San Lázaro. Por esa fe popular, Anselmo tuvo claro lo que debía hacer después de aquella aciaga tarde en que se le fue el volante a ciento veinte kilómetros por hora, a las afueras de La Habana, en la carretera conocida como La Novia del Mediodía.
Fue el 4 de junio de 2005, lo recuerda perfectamente. Ese día había llovido y Anselmo volvía con sus dos hijos de compartir tragos y lechón asado con unos amigos. Se le había ido la mano con la cerveza y los palos de ron, y los reflejos y los frenos le fallaron cuando el coche le hizo un trompo sobre el asfalto mojado y se estrelló contra un árbol que el destino puso allí. El Impala quedó destrozado, siniestro total, pero ni él ni sus hijos se hicieron un rasguño.
Cuenta Anselmo que en ese momento solo le quedaban dos mil pesos cubanos ahorrados, poco menos de cien dólares. Con ese dinero mandó hacer una estatua de San Lázaro de tamaño natural, con sus muletas y perros lamiéndole las llagas, y cuando estuvo terminada sacó la imagen a la calle y la veló durante toda la noche para darle gracias por haber salvado a su familia. También le pidió un favor: que pusiera otro Impala igualito en su camino, y así comenzó una aventura delirante que duró un año largo y le llevó por los rincones más remotos del país.
Un día le dijeron que alguien había visto uno en Nuevitas, un puerto situado a seiscientos veinte kilómetros de la capital, en la provincia de Camagüey, y para allá se fue en un carro ruso destartalado y sin asientos, al volante sobre un cajón de madera de los que se utilizan para cargar vegetales en los agromercados. Cuando llegó, nada. Así recorrió media isla, y cuando ya lo daba todo por perdido le hablaron de un Impala negro de cuatro puertas en buen estado que alguien tenía en La Habana. Fue uno de los últimos coches americanos que entró al país. “Había sido de una doctora del hospital psiquiátrico, que lo compró nuevo en junio de 1959 y prácticamente no lo había usado”, dice Anselmo, que sabe su historia al detalle.
El Impala, al parecer, lo había comprado un emigrado cubanoamericano sesentón que lo puso a nombre de una joven amiga, pero el hombre tuvo problemas con la justicia y nunca más regresó a la isla. Cuando Anselmo conoció a la chica, el vehículo, modelo Sedán V6, con motor Chevrolet 265 y la tapicería roja y blanca en perfecto estado, le dejó impresionado. “Tenía hasta las llaves de fábrica, todo era original”, asegura. La dueña pedía diez mil dólares pero él solo pudo reunir siete mil, y le rogó que le diera un margen para conseguir el dinero antes de enseñarlo a nadie más. Babalú Ayé o San Lázaro lo volvieron a ayudar. Convencida de que su palabra valía, ella se fio de él y le entregó el Impala sin exigirle garantía alguna a cambio, y cosas de Cuba, durante el tiempo que tardó en saldar su deuda ambos se hicieron amigos y luego amantes, y de ese modo la pasión por aquel coche se convirtió en una relación de fuego que durante una buena temporada los consumió a ambos bajo el Trópico de Cáncer.
Para cuando Anselmo acabó de pagar el Impala el dinero era lo de menos, y desde entonces manejó orgulloso su increíble auto. “No era para llevar turistas ni para alquilar, era mi carro, mi sueño convertido en realidad. Solo algún día le hacía un favor especial a un amigo y lo adornaba para llevar a su hija vestida de novia al Palacio de los Matrimonios, pero nada más”.
Anselmo pertenece al club de autos clásico A lo Cubano, una cofradía integrada por más de 150 adoradores de estos automóviles antiguos que se mantienen caminando de forma inverosímil y sin repuestos gracias al ingente esfuerzo de sus dueños y el ingenio de una legión de mecánicos y torneros, que les adaptan piezas de otros vehículos o las fabrican ellos mismos artesanalmente de modo tan milagroso como San Lázaro.
Durante años Anselmo Ramírez pudo mantener su Impala bien parado. Una heroicidad, pues cada año la gracia le costaba entre arreglos y mantenimientos más de 2.000 dólares, una verdadera fortuna en Cuba. “Al final la vida se impuso: con todo el dolor de mi corazón, hace tres años vendí el Impala”. Muchas veces todavía se despierta en medio de la noche soñando con su coche americano. Pero sin nostalgia. “Nada es lo que era. Uno tiene que saber cuál es el momento de las cosas: igual que revolución hubo una sola y tuvo su tiempo, lo mismo con el Impala. No tiene sentido mirar atrás y lamentarse”. Hace un tiempo se compró un Lada ruso que tiene pintado de blanco y que ruge como un león. El coche tiene una bola de años y le costó una barbaridad, aunque Anselmo sonríe. “Que me quiten lo que he vivido”, dice, y recuerda la frase de Hemingway en El viejo y el mar: “Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado”. La gente pasa por la calle, y él mira de reojo a Sán Lázaro.
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