Sin ‘núcleo irradiador’
Debilitado por el aguante socialista, mayor de lo previsto inicialmente, del juego por la hegemonía externa Podemos se pasó poco a poco a la lucha por la hegemonía interna
Podemos fue diseñado con el objetivo explícito de aspirar a la hegemonía de la izquierda. Como en la canción de Leonard Cohen, primero tomamos a IU y luego tomamos al PSOE. Después caería ya como fruta madura el régimen del 78. Como casi todo lo que sale bien en política, fue una acción de hábil guerrilla discursiva. Renombrándolo todo dejaron descolocados a sus potenciales adversarios. IU no les duró ni un telediario porque su máxima aspiración consistió siempre en darse por satisfechos con una parte pequeña del botín electoral. La hegemonía es otra cosa. Consiste sobre todo en conseguir que tu propia definición de la realidad, la nueva ocupación de los significados políticos, se convierta en la moneda de uso lingüístico mayoritario. Resignificaron la Transición al equipararla a un “régimen”; presentaron la lucha política como un juego de poder binario —gente/casta— que se disputa siempre sobre un “tablero”. Y esta metáfora es importante, porque, como en el ajedrez, para ganar la partida hay que ir sacrificando piezas y moviéndolas a un lado u otro según opere el adversario.
Como en ese juego también, lo importante es que alguien diseñe el movimiento de las piezas. En otras palabras —de Errejón en este caso—, hacía falta un “núcleo irradiador” con capacidad para alinear a los “sectores aliados laterales”. Lo que los bolcheviques veían como la función del partido, Podemos se lo auto-encomendó a su núcleo dirigente, un liderazgo populista colectivo bien cohesionado, que resignificó jerarquía por “transversalidad”. Pero nunca tomaron Berlín, se les resistió el sorpasso. Y un movimiento diseñado para vencer encajó mal el golpe. Ante la oferta de sostener un eventual gobierno del PSOE y Ciudadanos se optó por la ruptura. Les faltaron reflejos y le sobró autoconfianza. Puede que ahí comenzara la escisión en la cúspide, el liderazgo colectivo se tornó en unipersonal.
Visto con perspectiva, sus quizá tres mayores errores fueron la mala gestión de la propia pluralidad interior —no todas las confluencias desembocaban en lo mismo—; el haber subestimado los escollos de una sociedad compleja —los adversarios también juegan y tuvieron una reacción mediática implacable—; y el dejarse fagocitar por la lógica parlamentaria. Esta última, con sus aritméticas, tempos e inercias, fue la responsable de ir diluyendo su mejor baza, el control de los relatos. Sus nuevas semánticas se absorbieron en el magma del lenguaje político de siempre. Todo lo nuevo se disuelve cuando se convierte en convencional. De movimiento se convirtió en partido, y su populismo se subsumió bajo el eje izquierda-derecha.
Debilitado por el aguante socialista, mayor de lo previsto inicialmente, del juego por la hegemonía externa se pasó poco a poco a la lucha por la hegemonía interna. Con esto, y sin casi tomar conciencia de ello, fueron reproduciendo las dinámicas políticas al uso en los sistemas de partido: guerras de poder, facciones, hiperliderazgos. La extraña y atractiva criatura original pasó a ser reconocible como una fuerza política más entre las ya conocidas. Lo de la Comunidad de Madrid con el giro de Errejón ha sido quizá la vuelta de tuerca definitiva. Ahora a Podemos solo le queda un movimiento, o refundación o el abismo de la irrelevancia.
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