Gutenberg ‘vs.’ Zuckerberg
La cuestión hoy es si la tecnocracia empresarial propiciada por las nuevas tecnologías está limitando nuestra libertad personal
¿En qué momento exacto pasamos a llamar a la cultura “contenidos”? ¿Quién lo impulsó y por qué lo hemos dado por bueno? ¿Qué sentido tiene llamar “nuevas tecnologías” a lo que hubiera sido más preciso llamar “nuevas pantallas”? Las primeras sospechosas ante estos cuestionamientos suelen ser las multinacionales de Internet, a las que culpamos de hacernos adictos a sus aparatos y redes. Pero una teoría más de la conspiración sobre grandes empresas no aporta muchas salidas.
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Quizás sea más objetivo constatar que cada avance técnico en las telecomunicaciones ha requerido, para alcanzar el volumen de fabricación que lo hiciera rentable, un gran cambio de costumbres: en otras palabras, que surgieran contenidos que conllevaran un uso cada vez mayor y más continuo del aparato y garantizasen así la demanda para las superinversiones en complejos industriales, bienes de equipo y redes físicas de comunicación. Un ejemplo es la compra por corporaciones japonesas de estudios de cine de California en los años ochenta, una inversión que no estaba solo orientada a la rentabilidad de hacer películas en sí: se trataba de promover películas que explotaran las posibilidades de la tecnología japonesa de imagen y sonido y que, con el tiempo, se adaptaran a los futuros inventos digitales y los nuevos mercados.
En resumen: si los fabricantes de cacharros electrónicos quieren vender muchas unidades, necesitan que alguien invente continuamente más cosas que hacer con esos aparatos. Y en el caso que nos ocupa, aumentar brutalmente el caudal de “contenidos” ha sido imprescindible para aumentar las horas de uso de las “nuevas pantallas”.
Las consecuencias son conocidas: la confusión entre información y entretenimiento; la inflación de una oferta de escasa innovación creativa, pero técnicamente solvente; la autogeneración de contenidos por los usuarios. Así como la imprenta de Gutenberg no habría servido de nada sin gentes del arte, la ciencia o la religión que se pusieran a escribir libros (y sin un universo de lectores que a través de ellos querían asomarse a un mundo nuevo), así las redes sociales y las aplicaciones del móvil han triunfado porque a diario miles de millones de personas nos asomamos al mundo a través de ellas.
Debería ser posible acordar un programa de entendimiento para evitar que los avances científicos acaban en pesadillas tecnocráticas
El Pan y circo del imperio romano fue un lema tan redondo que invita a usarlo de plantilla para caracterizar épocas enteras: la Edad Media habría sido la edad de Pan y Dios, alguna posterior, la de Pan y rey; después llegarían el siglo XIX con su Pan y nación y el siglo XX, que fue por momentos Pan e ideología. Con una irónica puesta al día, en el siglo XXI podríamos hablar de Cobrar lo mínimo para ir tirando y tecnología. Sería absurdo negar que nuestra libertad para elegir según nuestras afinidades ha avanzado (a uno le pueden gustar a la vez el circo, Dios, el Rey y la tecnología), pero la cuestión es: esa libertad personal, ¿está quedando limitada por el poder de una tecnocracia empresarial regida por parámetros exclusivamente dinerarios y del propio interés?
La respuesta que flota en el ambiente es “sí”. Limita nuestra libertad la crisis de los modelos del periodismo, tan esencial para nuestro ser ciudadanos de una democracia, o las dificultades casi terminales en muchos campos de creación, como también la falta de ética inherente a determinadas culturas empresariales de objetivos trucados y altas remuneraciones, que ha desembocado en notorios escándalos. Mientras, se extiende una amplia preocupación por que la explotación amoral de recursos deje a nuestros hijos la herencia de un planeta explotado sin ley ni normas en nombre de la producción barata y símbolos de estatus.
El progreso técnico logrado por la humanidad es maravilloso. Pero no nos hace mejores sin más. El visionario Nietzsche escribió que “el instinto de ser rebaño es anterior, en la evolución, a la llamada a ser persona”. A esta llamada responde una Europa que se sigue fundando en compartir nuestros caminos a través de los valores que enuncia el artículo segundo del Tratado de la Unión Europea: libertad, democracia, igualdad, justicia.
Gutenberg y Zuckerberg pueden formar parte de la misma aventura del progreso, siempre que logremos poner en el centro de nuestra discusión pública, sea digital, móvil, en la nube, en una tertulia, donde ocurra, lo que nos hace ser personas: comprender nuestro mundo, cultivar los dones humanos, discernir el bien. Es decir: la ecología, la cultura, la ética. Debería ser posible acordar un programa de entendimiento, más allá de brechas ideológicas, sociales o generacionales, para salir del bucle donde descubrimientos científicos acaban en pesadillas tecnocráticas en las que nos convertimos en números de usuarios, cifras de empleados y porcentajes de votantes.
Para terminar, un ruego, ultra-ocupado lector: ¡Comparta este artículo en las redes sociales si le ha gustado! Y si lo ha leído en papel… le envidio.
Emilio Trigueros es químico industrial y especialista en mercados energéticos.
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