¿Quemar a Emmanuel Macron?
Desde su elección, el presidente francés se ha comportado de modo caprichoso, frívolo y despreciativo


A partir del momento en el que los políticos escenifican su vida privada como elemento complementario de su actividad política, deben asumir el riesgo de que las redes sociales, bajo voces anónimas, se aprovechen de la coyuntura hasta transformar la actividad política en espectáculo. Perversión que nada tiene que ver, por supuesto, con la información rigurosa ni con la formación de una opinión pública democrática. En manos de las redes virtuales, la liberación de la palabra está, poco a poco, diluyendo lo que queda de razón en una sociedad entregada a la dictadura de las fakes news, a los insultos como forma cotidiana de comunicación y a la voluntad despiadada de ensuciar al otro, atacando su vida privada, para lincharlo simbólicamente. Estas tendencias resultan del vasto proceso de destrucción de la política en la sociedad moderna.
Ilustrativo es el caso del presidente francés Emmanuel Macron. He aquí un hombre que ha sido elegido, no tanto por su programa político o sus cualidades para ejecutarlo, sino por haber contribuido a saciar el malestar de una mayoría de la población contra los partidos hegemónicos y, oportunamente, enfrentarse a la candidata de la extrema derecha.
Victoria ambigua que los franceses no han olvidado. Pero él, aparentemente, sí. Desde su elección, se ha comportado de modo caprichoso, frívolo y despreciativo (error que nunca se perdona desde la ciudadanía), hasta que el trueno del enfado popular recayó sobre él con la sublevación de los chalecos amarillos. Macron se ha convertido, en un plazo de tiempo récord, en uno de los políticos más desacreditados de la V República, al punto de tener que encerrarse en el palacio del Elíseo (algo insólito en Francia), temiendo ser diana de la agresividad, entre tomates y huevos. Su mujer, que se prestó a las vanidades innecesarias del parecer, sufre inevitablemente con él este rechazo: por ser mayor que él, y por su condición de mujer, ha sido descrita, bien como una pobre anciana haciendo gala de reina del mambo, bien como manipuladora de un joven presidente sin personalidad. Las redes sociales, radicalizando y abusando de las denuncias y lamentos de los chalecos amarillos, han devenido en su pesadilla. Él y ella, tan flamantes originalmente , buscan ahora lo gris. Muchos amigos los abandonan. Recordarán, sin duda, el año 2018.
Pero, guste o no, hay que decir que, en esta persecución, más personal que política, se han transgredido los límites de la ética cívica. Desde hace ocho semanas, no hay un día sin amenaza física contra él, sin insultos sobre su vida privada, sin que sea arrastrado por el fango.
Críticas indignas, que se distancian del terreno político, y que colocan en el centro, no ya el inagotable fondo de crueldad que hierve en ciertos sectores, sino una cuestión de primera importancia sobre el futuro de la democracia moderna, atrapada en las redes de Internet. Es un paso muy inquietante, que solo fortalece a aquellos que están minando la confianza en el Estado de derecho.
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