La batalla de la opinión
Según el relato conservador, el diálogo con ETA en 2005 y 2006 dio oxígeno a la banda. Los hechos no sostienen esta tesis
En enero de 1989, hace 30 años, Argel fue escenario del primer diálogo entre el Gobierno, presidido por Felipe González, y ETA. Precedido de una tregua, el Gobierno se arriesgó al considerar que cumplía el punto 10 del Pacto de Ajuria Enea, suscrito el año anterior por todos los partidos democráticos, que permitía dialogar con ETA bajo condición de no abordar cuestiones políticas y en ausencia de violencia. Desarrollado en tres tandas —24 y 25 de enero, 14 y 20 de febrero, y 14 y 22 de marzo— culminó con un fracaso el 27 de marzo al romper ETA el diálogo tras rechazar el Gobierno la participación como negociadores de tres etarras presos y un foro de diálogo HB-PSOE.
El relato conservador sobre esta etapa, en una reescritura retrospectiva de la historia con unos hechos descontextualizados, acusa al Gobierno de González de legitimar a ETA al reconocerla como interlocutor. Dicho relato ignora la fortaleza de ETA hasta avanzados los ochenta. Un relato veraz de esa etapa lo ofrece quien fue delegado del Gobierno, Ramón Jáuregui. En sus Memorias de Euskadi describe una ETA fuerte, con base en Francia, financiada por la extorsión, con notable apoyo vasco y comprensión internacional, rentabilizando sus ataques a la dictadura.
El Gobierno ya tuvo claro, entonces, que el debilitamiento de ETA sería paulatino, tras un largo proceso. Con Argel vivió la paradoja de que el fracaso del diálogo marcó un avance en la lucha antiterrorista. Tras anunciar ETA la ruptura del diálogo, el Gobierno argelino expulsó a los etarras. Mitterrand, que empujó a González a dialogar con ETA, al comprobar la intransigencia etarra, otorgó una vieja reclamación de la policía española, clave en la lucha antiterrorista: permitirle investigar a ETA en Francia, lo que facilitó la primera detención de su cúpula tres años después. Asimismo, la ruptura generó disidencias entre los negociadores etarras y la dirección; abrió fisuras en Batasuna, que retrocedió en las elecciones siguientes; activistas, como Joseba Urrusolo, empezaron a disentir de ETA y algunos presos rompieron la disciplina del colectivo. Empezaba un proceso lento cuyo primer revulsivo fue el Pacto de Ajuria, un año antes.
El Gobierno socialista acertó al aceptar el diálogo porque desmontó la falacia etarra de resolución del “conflicto” por la negociación
El Gobierno acertó al aceptar el diálogo con ETA hasta romperlo la banda porque desmontó la falacia etarra de resolución del “conflicto” por la negociación. Probó con hechos que ETA no quería negociar, sino imponer su ideario al Gobierno, y de no lograrlo, que era lo previsible, seguir con el terrorismo. El Gobierno dio una batalla de opinión a escala internacional —con la vista puesta en la colaboración francesa, intensificada desde entonces— e interna —para debilitar la influencia de ETA en la sociedad vasca— y la ganó. ETA salió del proceso dialogado más débil de lo que entró.
También salió más debilitada de lo que entró en los dos procesos posteriores de diálogo, el de Lizarra, de 1998 y 1999, y el de Ginebra, de 2005 a 2007. Lo reconocen los responsables policiales. Pero, así como en Argel Manuel Fraga respaldó al Gobierno, Mariano Rajoy fue beligerante contra el Ejecutivo Zapatero-Rubalcaba cuando reabrió el diálogo con ETA en 2005 siguiendo, también, las pautas del Pacto de Ajuria Enea. Tras la ruptura del diálogo, con el atentado etarra en Barajas, Batasuna —temerosa de perpetuarse en la ilegalidad a la que pasó en 2002— se enfrentó a una ETA crecientemente debilitada —por una persistente actuación policial— que declaró su cese definitivo en 2011.
El relato conservador sostiene que el diálogo con ETA en 2005 y 2006 dio oxígeno a una banda acabada. Los hechos no sostienen esta tesis, que pretende justificar la beligerancia del PP contra el Gobierno Zapatero-Rubalcaba. El jefe de Información de la Guardia Civil, Pablo Martín Alonso, asegura en la película El fin de ETA que la banda contaba en 2000 con mil militantes y enormes arsenales que la policía fue desarticulando hasta acabar la década.
La actuación policial contra ETA y judicial contra Batasuna fueron claves para el fin del terrorismo. Pero, además de la movilización social, el diálogo como instrumento fue necesario para que la democracia ganara la batalla de opinión a una banda que al partir de un fuerte arraigo en la sociedad vasca requirió mucho tiempo para erosionarla. La derecha no ha hecho esta reflexión. Se explica porque desde que José María Aznar fue elegido presidente del PP, en 1990, rompió la unidad antiterrorista existente con Fraga al desplazarla a las políticas partidarias de oposición al Gobierno socialista. Rajoy, en la oposición, mantuvo la pauta.
Esa ausencia de reflexión se percibe en las derechas al abordar la crisis catalana. Es obvio que no tiene que ver con el reto etarra, aunque en la lejanía puede haber una mínima conexión. A ETA le venció la democracia al ganar la batalla de opinión en Euskadi. En Cataluña tendrán que ganar los valores constitucionales la batalla de opinión al secesionismo, y eso no se logra fiándolo todo al 155, como proponen las derechas.
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