Jesusita
La infancia pudiente elige sus juguetes por catálogo, la juventud consigue puestos temporales en las grandes superficies, y los viejos y viejas echan de menos un pasado gerontocrático
En agosto de 2008, Rosa María Artal escribía en este periódico Las barreras de la edad, una tribuna: “Vivimos en una sociedad que produce niños consumidores, que prima el contratar a jóvenes por su menor coste y que desprecia la sabiduría. Es un despilfarro de capital humano insostenible”. El diagnóstico sigue vigente en 2018 y, en Navidad, igual que cancioncillas, alimentos, figuritas del Belén, rostros amados de muertos y vivos se agrandan y deforman con las luces del árbol y el asfixiante espumillón. La infancia pudiente elige sus juguetes por catálogo, la juventud consigue puestos temporales en las grandes superficies, y los viejos y viejas no van a Albacete, sino que echan de menos un pasado gerontocrático: más sabía el diablo por viejo que por diablo y los mayores presidían la mesa y degustaban las tajadas magras; ahora es posible que los emperadores pezqueñines se coman solitos las angulas. O mejor, un MacPollo. Sabemos que hay personas de la tercera edad rematadamente idiotas, pero también sabemos que no se puede despreciar por sistema la sabiduría acumulada, la experiencia, la memoria del pasado. En estas fechas los adultos evocamos la niñez nevada y la infancia juega a ser adulta: hadas que vuelven de un fiestón, supermanes veinteañeros, microchefs que lo esferifican todo.
Imposturas religiosas y excesos comerciales vuelven extraña la realidad-Navidad. Materializan el enajenamiento colectivo. Regreso a esa vivencia siniestra de las edades a la que posiblemente nos abocan el consumo y la desesperación: en la tele, niñas con voces copleras hacen gorgoritos con la vena gorda y compiten con tenores miniatura que llevan pajarita y se frustran por no haber dado un do de pecho viril; minúsculos cocineros se enfrentan con minúsculas pasteleras para no ser expulsados del Olimpo gastronómico, y se expresan con el amanerado resabio y la gesticulación de quienes les triplican los años y la estatura. El parvulario grita eslóganes del pensamiento positivo, coaching y emprendimiento y, de aquí a nada, las infantas tomarán una pastilla para poderse relajar.
El parvulario está estresado, pero sus mayores le animan a no desfallecer, dar el callo, ganar unos euricos haciendo de pequeña mis Sunshine o de míster Salamanca baby. También existen precocidades magníficas: “Me vas a perdonar, pero es que yo para comer no soy muy de palos”, le dice una niña a un azafato que le ofrece palillos para los fideos chinos. Mientras tanto, quienes ya hemos atravesado la barrera de los 40 o 50 añoramos a Epi y Blas, vemos programas protagonizados por peluches, nos metemos pelotazos de pintura para estrechar lazos empresariales y soltar adrenalina, declaramos a los cuatro vientos que los 50 de hoy son los 30 de antes —y una leche—, nos aplastamos las arrugas y nos operamos el pubis para conservarlo eternamente angelical. Nos vestimos de Lolitas y Peterpanes. Renunciamos a la gente con pasado. Borrón y cuenta nueva: se demoniza, por corrupta, a toda la clase política, se reinventa el huevo y se arrinconan en el baúl de las amnesias luchas de hombres y mujeres que lo perdieron casi todo por el camino. A una determinada edad lo sospechoso es haber vivido como nixoniana mayoría silenciosa.
“Lo sospechoso es no tener pasado”, me dice Esther en La Ciudadana, asociación cultural de Oviedo. Creo que las encuestas electorales nos hacen pagar esta puerilidad. Aún estamos a tiempo de arreglarlo para que el niño Jesús no se ponga triste.
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