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Columna
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Inmigración y crecimiento

Europa debería aprovechar su modelo de convivencia para intentar atraer trabajo, talento e ideas del resto del mundo

José Fernández Albertos

Vivimos en una era de estancamiento económico. En la década de los sesenta, el conjunto de economías que ahora forman la eurozona crecían al 6% anual. En lo que llevamos de siglo XXI han crecido al 1%. El bajo crecimiento hace que muchos ciudadanos vean empeorar sus condiciones de vida, erosiona las finanzas de los Estados y provoca que los conflictos distributivos sean más difíciles de canalizar políticamente. No es seguramente casualidad que los países ricos que han logrado crecer más, como Australia o Canadá, hayan sido también los más inmunes a las turbulencias políticas a las que nos hemos acostumbrado en los últimos años.

Hay dos formas de hacer que una economía crezca: aumentar la cantidad de capital y de trabajo, o hacer que ese capital y ese trabajo sean más productivos. Nadie puede oponerse a lo segundo, pero aunque podamos tomar medidas como mejorar el funcionamiento de los mercados o gastar más en educación y en I+D, buena parte del declive de la productividad responde a causas estructurales sobre las que los Gobiernos nacionales pueden hacer poco, especialmente a corto plazo.

Podemos tratar de aumentar la inversión, pero tampoco es fácil. Y hacerlo de forma abrupta es problemático, como vimos con la gigantesca burbuja inmobiliaria provocada por la entrada masiva de capitales que siguió a la creación del euro.

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Queda por último aumentar el número de trabajadores, y así parecen haberlo entendido algunos países. Japón, un país tradicionalmente patriarcal y étnicamente homogéneo, lleva años librando una feroz batalla por facilitar a las mujeres y a los extranjeros la incorporación al mercado de trabajo, con resultados sorprendentes. En EE UU, a pesar de la retórica de Trump, el rechazo a la inmigración está hoy en mínimos históricos.

¿Y Europa? Con una población envejecida y poco margen fiscal para pensar que las políticas públicas puedan revertir sustancialmente las bajas tasas de fecundidad (Francia gasta un 4% de su PIB en políticas de familia, y aun así hay solo 1,9 hijos por mujer), Europa debería aprovechar su modelo de convivencia para intentar atraer trabajo, talento e ideas del resto del mundo. Pero los europeos parecen cada vez más reacios a la inmigración, quizá inconscientes de que ello hará a nuestras economías menos dinámicas, y a nuestras sociedades, más pobres. @jfalbertos

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