Inmigración y crecimiento
Europa debería aprovechar su modelo de convivencia para intentar atraer trabajo, talento e ideas del resto del mundo
Vivimos en una era de estancamiento económico. En la década de los sesenta, el conjunto de economías que ahora forman la eurozona crecían al 6% anual. En lo que llevamos de siglo XXI han crecido al 1%. El bajo crecimiento hace que muchos ciudadanos vean empeorar sus condiciones de vida, erosiona las finanzas de los Estados y provoca que los conflictos distributivos sean más difíciles de canalizar políticamente. No es seguramente casualidad que los países ricos que han logrado crecer más, como Australia o Canadá, hayan sido también los más inmunes a las turbulencias políticas a las que nos hemos acostumbrado en los últimos años.
Hay dos formas de hacer que una economía crezca: aumentar la cantidad de capital y de trabajo, o hacer que ese capital y ese trabajo sean más productivos. Nadie puede oponerse a lo segundo, pero aunque podamos tomar medidas como mejorar el funcionamiento de los mercados o gastar más en educación y en I+D, buena parte del declive de la productividad responde a causas estructurales sobre las que los Gobiernos nacionales pueden hacer poco, especialmente a corto plazo.
Podemos tratar de aumentar la inversión, pero tampoco es fácil. Y hacerlo de forma abrupta es problemático, como vimos con la gigantesca burbuja inmobiliaria provocada por la entrada masiva de capitales que siguió a la creación del euro.
Queda por último aumentar el número de trabajadores, y así parecen haberlo entendido algunos países. Japón, un país tradicionalmente patriarcal y étnicamente homogéneo, lleva años librando una feroz batalla por facilitar a las mujeres y a los extranjeros la incorporación al mercado de trabajo, con resultados sorprendentes. En EE UU, a pesar de la retórica de Trump, el rechazo a la inmigración está hoy en mínimos históricos.
¿Y Europa? Con una población envejecida y poco margen fiscal para pensar que las políticas públicas puedan revertir sustancialmente las bajas tasas de fecundidad (Francia gasta un 4% de su PIB en políticas de familia, y aun así hay solo 1,9 hijos por mujer), Europa debería aprovechar su modelo de convivencia para intentar atraer trabajo, talento e ideas del resto del mundo. Pero los europeos parecen cada vez más reacios a la inmigración, quizá inconscientes de que ello hará a nuestras economías menos dinámicas, y a nuestras sociedades, más pobres. @jfalbertos
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