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Tribuna
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El modelo esloveno

El señor Torra seguramente piensa que, para una causa como es la liberación de la patria sacrosanta, 18 muertos son poca cosa. El resto, para él, no cuenta; los 44 del ejército yugoslavo serían, aquí, “españoles”

José Álvarez Junco
FERNANDO VICENTE

Según informa la prensa, con unanimidad no desmentida por nadie, el president, Quim Torra, en Bruselas, en la presentación del Consell per la Republica, ha dicho que “los eslovenos decidieron autodeterminarse y tirar hacia adelante en el camino de la libertad con todas su consecuencias. Hagamos como ellos y estemos dispuestos a todo para vivir libres”. Es una vieja idealización del caso esloveno, aparecida ya antes en el independentismo catalán, y que, en efecto, transcurrido ya algún tiempo desde el momento culminante del procés en septiembre-octubre de 2017, pudo ser el modelo en el que pensaron, sobre todo en la extraña declaración de independencia con suspensión inmediata de sus efectos.

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No es ocioso, por tanto, reflexionar sobre las similitudes y diferencias entre el caso esloveno y el catalán. Era, recordemos, 1990-1991, en el contexto de la guerra del Golfo, la caída del muro de Berlín y la descomposición del bloque soviético, con previsible e inminente derrumbamiento de la URSS. También se veía muy achacosa Yugoslavia, una rara amalgama política creada después de la Primera Guerra Mundial y mantenida unida tras la Segunda bajo la mano firme del mariscal Josif Broz Tito, que había logrado rodearse de una imagen aceptable en Occidente, pretendiendo encabezar un socialismo autogestionario, aunque, en realidad, era un dictador como cualquier otro y Occidente le apoyaba por su rivalidad con Stalin. En cualquier caso, Tito había muerto en 1980.

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El proceso esloveno se inició en septiembre de 1989, cuando su Parlamento aprobó una nueva Constitución para la república, en un clima de alta emocionalidad y fervorosos cantos del himno nacional. La Constitución se asemejaba a la bávara, pero con importantes diferencias, como la negativa a reconocer la preeminencia de las leyes federales sobre las eslovenas y la consagración del derecho a no contribuir a las cargas fiscales colectivas de la federación yugoslava.

Durante los meses siguientes, el Parlamento siguió aprobando la legislación de un nuevo Estado independiente y reforzando, sobre todo, las unidades de Defensa Territorial, unas fuerzas militares existentes en cada uno de los Estados de la Federación Yugoslava, controladas y financiadas por ellos mismos. Estas unidades, compuestas por unos 20.000 hombres, recibieron armas del mercado ilegal internacional, muy activo en todo el este europeo ante la crisis de la URSS.

En junio de 1991 se declaró efectiva la independencia. Y comenzó, como era de esperar, la guerra

Pese a que la intención desafiante era clara, el Tribunal Constitucional yugoslavo decidió no actuar, alegando que la independencia eslovena no había sido declarada y que, por tanto, no se podía pronunciar sobre algo no acontecido. Esta decisión fue propuesta por un magistrado esloveno que presidía, por rotación, pero los demás, sorprendentemente, le apoyaron. Parece que los mecanismos montados por Tito poseían un automatismo paralizador, y que solo funcionaron mientras él tomaba las decisiones. Ni siquiera la propia Liga de Comunistas de Yugoslavia hizo nada por detener la defección eslovena.

En diciembre de 1990, el Gobierno esloveno realizó, por fin, un referéndum para la independencia, en el que participó el 93% de la población, del que se pronunció afirmativamente un 95%. La independencia fue, en efecto, declarada a continuación, pero suspendida durante un período de seis meses, pensado para negociar con Belgrado.

Transcurridos los seis meses, y sin haber negociado nada, en junio de 1991 se declaró efectiva la independencia. Y comenzó, como era de esperar, la guerra. El ejército federal movilizó sus unidades blindadas, pero sin un objetivo claro. Porque Belgrado estaba también dividido y paralizado. Algunos de los dirigentes serbios pensaban en simple demostración de fuerza, limitándose a tomar los puestos fronterizos eslovenos, y otros en una operación de castigo en toda regla, conquistando los centros de poder y deteniendo a las autoridades de Liubliana. Y en el propio ejército ocupante había eslovenos o croatas, poco motivados para disparar. Milosevic, en definitiva, no se empleó a fondo, en parte porque Eslovenia tenía relativamente poco interés para él y en parte porque estaba negociando con el croata Tudjman sus futuras independencias y el reparto de Bosnia.

Ante la opinión internacional, los eslovenos ganaron la batalla de imagen, pues aparecieron como el heroico David enfrentado con el Goliat serbio y reactivaron los recuerdos del 68 en Praga o el 56 en Budapest. Los europeos se estremecieron ante los tanques en llamas mostrados por sus televisores. A primeros de julio, tras no recibir permiso del Gobierno central para ocupar plenamente Eslovenia, los militares tiraron la toalla. Y terminó la Guerra de los Diez Días, que causó, al final, 44 muertos en el ejército federal, 18 en las fuerzas eslovenas y otros 12 extranjeros, entre ellos algún periodista. Fue, pues, un conflicto mucho menos sangriento que los que se desatarían de inmediato en Bosnia, Kosovo y Macedonia. El señor Torra seguramente piensa que, para una causa tan elevada como es la liberación de la patria sacrosanta, 18 muertos son poca cosa. Digo 18 porque el resto, para él, no cuenta; los 44 del ejército yugoslavo serían, aquí, “españoles”, y los españoles, según escribió, no pertenecen al género humano.

Las potencias occidentales vieron a Eslovenia con complacencia y simpatía. Alemania y Austria se apresuraron a reconocer su independencia, como reconocieron la de Croacia, sin explicar nunca bien sus motivos. Eslovenia y Croacia eran las zonas yugoslavas más afines a los imperios centrales, a los que apoyaron en la Gran Guerra, y entre Serbia y el bloque germano-austríaco había, en cambio, una histórica rivalidad para dominar el mundo balcánico. La diplomacia alemana coaccionó además a sus socios europeos, amenazando con disminuir los fondos alemanes a la Unión Europea (CEE entonces) si esta no reconocía también a Croacia y Eslovenia (cosa que hizo en enero de 1992). Y Europa renunció a aplicar el plan Carrington, que incluía una cláusula de respeto a las minorías culturales dentro de sus fronteras, con lo que desapareció cualquier incentivo para mantener los vínculos entre las repúblicas yugoslavas.

El mundo multiétnico de la antigua Yugoslavia ha pasado a ser hoy una colección de feudos monoculturales

Y a partir de ahí fue el caos. Se inició el rosario de guerras, que se prolongaron hasta 2001, y que al final causaron unos 225.000 muertos, aparte de 2,7 millones de desplazados e ingentes pérdidas económicas. La antigua Yugoslavia se embarcó, así, en una frenética erección de fronteras, exactamente al revés de lo que estaba haciendo el resto de Europa. Lo que era un mundo multiétnico, un microcosmos de inmensa diversidad cultural, ha pasado a ser hoy una colección de feudos monoculturales.

¿Enseñanzas, pues, para el caso catalán? Lo primero que se le ocurre a uno es de que se trató de una secesión frente a un régimen dictatorial, dirigido por un autócrata como Milosevic, que tiene poco que ver con el régimen español actual. Lo segundo, que los independentistas poseían amplísimo apoyo social demostrado en un referéndum realizado con garantías democráticas; hay que tener en cuenta que Eslovenia es una sociedad, rara en los Balcanes, muy homogénea étnicamente, y que Cataluña es precisamente un ejemplo de sociedad muy diversa, tanto lingüísticamente como en su apoyo al independentismo. Y tercera y más importante diferencia, que todo se decidió por el apoyo internacional, especialmente de una gran potencia como Alemania. Y, en el caso del independentismo catalán, la carencia de apoyos internacionales es evidente. Ahí es, lógicamente, donde se decidirá la partida.

José Álvarez Junco es historiador.

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