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Columna
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Inmovilistas y frentistas

Lo peor que le puede pasar a una Constitución es que deje de acompañar a la vida histórica de su país

Máriam Martínez-Bascuñán
Artur Galocha

El olvido del pasado no es algo privativo de nuestra época. El viejo Hobsbawm se quejaba en su Historia del siglo XX de que los jóvenes de entonces (era 1994) habían crecido en una suerte de “presente permanente”, desvinculando sus experiencias vitales de las de generaciones anteriores. Algo parecido sucede con nuestra Constitución y con quienes, como yo, nacimos casi al mismo tiempo que ella. En cada aniversario escuchamos vuelos líricos del tipo “ha garantizado el mayor periodo de prosperidad y paz de nuestra historia”, pero lo cierto es que esta realidad factual que debiera jugar como indiscutible motor de legitimidad no parece ya tan eficaz.

Muchos de los consensos de su núcleo existencial se han ido debilitando, aunque aún compartamos la mayoría: el sistema autonómico como modelo de gestión del poder territorial, la monarquía parlamentaria, el relato de la Transición como una historia de éxito colectivo, o el bipartidismo imperfecto como el modo más eficaz de garantizar la gobernabilidad. Todas ellas son piezas consensuales que carecen ya de aceptación unánime, especialmente entre las generaciones nacidas en democracia, aunque quizá sería suficiente generar un nuevo vínculo emocional haciéndolas partícipes de la reconstrucción de los consensos perdidos.

Pero lo cierto es que el espíritu de la Constitución (la búsqueda de un espacio político común y la defensa de una carcasa institucional que permita el juego democrático) no casa del todo con el aroma atrabiliario del actual ciclo político. El debilitamiento de los consensos democráticos nos ubica en un punto muerto, caracterizado por la degradación de la confianza en la justicia y otras instituciones esenciales, incluidos los partidos políticos. Y no habrá renovación posible mientras persistan diferencias artificiales, alimentadas por un electoralismo espurio.

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Aunque sea una posición legítima, quizás algunas fuerzas políticas descubran un día que su electorado no se cree ya la obtusa cantinela de que solo hay una alternativa (que nada cambie o dinamitarlo todo) y caiga por fin en la cuenta de que, tras ambas opciones, no hay más que un puro interés de parte, no la persecución del interés general. Porque lo peor que le puede pasar a una Constitución es que deje de acompañar a la vida histórica de su país, y eso ocurre también cuando quienes deben velar porque así sea se encierran en la defensa numantina de su letra, olvidando el espíritu de aquello que dicen proteger. Ambas posiciones, inmovilista y frentista, son más próximas de lo que parece y tienen nombres y apellidos, y no precisamente los de quienes más entusiasmo mostraron hace 40 años ante el feliz alumbramiento.

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