Razón española, beneficio europeo
El acuerdo logrado no favorece solo a España, sino a los 27 al clarificar el Brexit
El acuerdo europeo sobre la salida de Reino Unido de la Unión se encontró en los últimos días con un obstáculo inesperado en el tratamiento previsto para la cuestión de Gibraltar, cuando el documento final parecía cerrado. La necesidad de cumplir los plazos obligó hace unas semanas a que los Gobiernos de los Veintisiete hicieran un depósito de confianza en el excomisario Barnier, encargado de la negociación, a fin de que pudiera avanzar con mayor agilidad en las conversaciones con Londres, aunque siempre tomando como base las directrices aprobadas por todos los Estados, incluida España.
El resultado de la negociación dirigida por Barnier sacrificó aspectos de estas directrices que el Gobierno español, con razón, consideraba irrenunciables a efectos de la reclamación de la soberanía sobre el Peñón, así como de no perjudicar eventualmente los intereses de la región fronteriza una vez que se fuera materializando la separación. Más allá de los aspectos técnicos y jurídicos, el problema de fondo se resume en que si no se concedía explícitamente a España la última palabra en cualquier decisión futura relacionada con Gibraltar, como se recogía en las directrices y desapareció en el acuerdo, se abría la puerta a reconocer implícitamente una exclusiva soberanía británica.
Este es el riesgo que ha conseguido conjurar el Gobierno español antes del Consejo Europeo previsto para este mismo domingo, colocando a nuestro país en situación, no ya de reclamar un triunfo nacional frente a la Unión, sino un triunfo de los Veintisiete hacia una forma poco rigurosa de disponer de acuerdos políticos alcanzados por parte de los equipos negociadores. Es indiferente, a estos efectos, que Barnier y sus colaboradores creyeran que las ambigüedades del texto que acordaron con Reino Unido podían satisfacer las exigencias de España con respecto a la soberanía, pese a apartarse notablemente de las directrices a las que tenían que haberse ajustado; lo que importa es que introducir ambigüedad allí donde había claridad no era una opción. Y no lo era tanto porque España ha mantenido en todo momento una actitud colaboradora para facilitar el acuerdo sobre el Brexit, como porque las declaraciones de los últimos días desde el lado británico han venido a demostrar que la buena fe no constituía una base suficiente para evitar que futuras divergencias en la interpretación del acuerdo se conviertan en abiertos contenciosos. La primera ministra, Theresa May, afirmando su determinación para defender la soberanía británica sobre el Peñón demuestra que España estaba obligada a hacer lo propio.
La situación creada por el Brexit coloca el contencioso de Gibraltar en un contexto inédito, que es el que el Gobierno ha sabido utilizar para clarificar el acuerdo alcanzado. En el momento de ingresar en Europa, España tuvo que sacrificar ante Reino Unido algunas de sus posiciones sobre el Peñón a la necesidad de lograr una adhesión imprescindible para afianzar un encaje internacional, estabilidad y progreso.
La decisión británica de abandonar la Unión Europea ha invertido aquella situación, de modo que es ahora Londres la que ha tenido que decidir entre su voluntad de salida y sus posiciones sobre Gibraltar. El Gobierno español no ha pedido lo imposible, sino tan solo claridad en la definición de un problema de largo alcance y en las reglas que deben estar vigentes mientras llega la solución. Puesto que esas reglas se refieren tanto a la manera en que deben desarrollarse las negociaciones encomendadas por los Veintisiete como a la relación entre un Estado miembro y un Reino Unido lamentablemente fuera de Europa, el beneficio no es solo español, sino sobre todo europeo.
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