Arte del silencio
Su conquista debería ser un objetivo político como el de la calidad del aire o la pureza de nuestros mares y ríos
Dos bellas muestras expositivas, una de libros de ajedrez y otra de pintura, me llevan a pensar en algo tan poco común en los tiempos que corren como necesario para la salud mental de todos: el silencio. Las dos exposiciones de que hablo lo tienen como eje y objetivo hasta el extremo de que las dos han elevado el silencio a sus títulos: Al silencio (la del pintor canario Cristino de Vera en la sede en Madrid de CaixaForum) y Arte del silencio (la de la Biblioteca Nacional sobre el ajedrez), lo que subraya la consideración que para sus organizadores tiene el silencio, no solo en la pintura y en el juego de ajedrez, sino en la creación artística en general. Y, tras esa consideración, la reivindicación que del silencio se debe hacer, según se sugiere, en unos tiempos tan ruidosos como estos que vivimos, especialmente en países en los que el ruido forma parte de la identidad común.
Sobre el silencio se ha escrito mucho y se seguirá escribiendo mientras el ruido lo llene todo, como sucede. Del silencio se ha dicho que es inquietante y balsámico, muestra de sabiduría profunda, pero también signo de ignorancia (“Los ríos más profundos son los más silenciosos”, dijo Curcio; “Mejor es callar y que sospechen tu poca sabiduría a hablar y eliminar cualquier duda sobre ello”, le contradijo Abraham Lincoln), pero en lo que todos los pensadores coinciden es en que forma parte de la vida, pese a que a veces esta no repare en él. En eso pasa como con la muerte, que, siendo el contrapunto de la vida, se la ignora, en este caso por miedo. ¿Hay que tenerle miedo al silencio?, sería la pregunta que deberíamos hacernos en lugar de decir frases ocurrentes, de las que el refranero popular e Internet están llenos, sobre algo que a todos nos desconcierta por poco habitual y nos atrae tanto como nos desasosiega cuando extraordinariamente nos lo encontramos de frente o nos vemos envueltos por él en mitad de la vida.
La respuesta debería ser no. Al contrario, la conquista del silencio debería ser un objetivo político como el de la calidad del aire o la pureza de nuestros mares y ríos. La contaminación acústica que entorpece nuestras conversaciones, no digamos ya nuestro pensamiento, en países como España es cada vez más difícil de soportar, pese a lo cual no parece preocuparles a muchos, a juzgar por los gritos que llenan los establecimientos públicos y los medios de comunicación no escritos. Difícil es —en medio de ese ruido que lo ensordece todo— escuchar a Fellini diciendo que, “si hubiera más silencio, si todos guardáramos un poco de silencio, quizá llegaríamos a entender algo” o al también cineasta Woody Allen afirmar que “Dios es el silencio”, pero más difícil es entender a Miguel Torga, el escritor portugués, cuando escribió en su pueblo de Trás-os-Montes, al que regresaba siempre que podía desde la ciudad: “Llego, enciendo la chimenea y me quedo en silencio durante horas sintiendo que mis palabras no están a la altura de mis sentimientos”. Entregadas al griterío y el ruido (que en muchos bares y restaurantes la televisión o la música contribuyen a amplificar), la mayoría de las personas están lejos hoy de entender siquiera que el silencio es un derecho de todos como el aire y el agua limpios o como cualquiera de los que figuran en la Constitución de cualquier país. Como para entender que el silencio es una forma de conversar con nosotros mismos como la pintura de Cristino de Vera y el ajedrez nos cuentan.
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