Traición o tradición, los lisboetas se flagelan por el cambio de su ciudad
La feria tecnológica Web Summit revoluciona los ritmos de la capital del fado
¿Fadistas o visionarios? ¿Cutre o cool? ¿Palacios decadentes u hoteles boutique?, ¿Adoquines o asfalto? ¿Tiendas o start ups?, ¿Tabernas o restaurantes michelines?, ¿Empresarios o emprendedores?, ¿Escaleras o ascensores?, ¿Pasteles de nata o Halloweenes?, ¿Magallanes (dirigió la vuelta al mundo hace 500 años) o Tim Berners Lee (creó hace 30 la World Wide Web)? En definitiva, tradición o traición.
Esta semana, Lisboa se llena de gente rara con mochila a la espalda y un móvil en la mano que dice sorry cuando se choca con las farolas. Vienen a la Web Summit, una cita de cuatro días donde decenas de conferenciantes charlan de cómo va a ser el mundo y las soluciones que tienen para manejarse en él. Este año van a asistir 70.000 personas, unas llegan para ver y escuchar y otras para vender su producto y pillar quién les adelante el dinero. Es la mayor tertulia mundial tecnológica. Se la inventó un irlandés, Paddy Cosgrave, hace 10 años, en Dublín, y desde hace tres está en Lisboa. En su casa apenas le daban 7000.000 euros y en Lisboa ha arañado 10 millones de euros al año.
El alcalde de Lisboa, Fernando Medina, da el dinero por bien empleado, como hace meses lo dio por Eurovisión. Tiene los hoteles llenos en temporada baja a precios de temporada alta, y a poco que se dé bien el evento, alguna empresa descubrirá que Lisboa es un lugar maravilloso para trabajar.
Pero Medina no solo tiene que luchar para que llegue más inversión y dinero a la ciudad, también tiene que cuidar el frente de sus vecinos, sus votantes, para que no se irriten demasiado. Y empiezan a irritarse, como ha ocurrido antes con otras ciudades que se ponen de moda. Medina está entre el ying y el yang, haciendo equilibrios.
“Es la capital de la tolerancia, del diálogo y de la no discriminación”, proclama el alcalde de la ciudad en la inauguración de la Web Summit; pero los vecinos se le quejan de las subidas de los precios, de la imposibilidad de alquilar un piso y de la suciedad de su calle; de que los barrios típicos de la Morería y Alfama se vacían de lisboetas para llenarlos de franceses; de que ya nada es lo que que era, una canción que se repite en otras ciudades. Y es verdad, pero Medina no se atreve a recordar en voz alta que aquello que era Lisboa era la podredumbre.
Lisboa ya no es lo que era. Lo había sido hasta hace muy poco, apenas cuatro años. Incluso el viejo turista, cuando vuelve, añora los palacios derrumbados, las paredes grisáceas y el paisaje de sus abuelas de negro total, asomadas a la ventana. Nada queda de aquella leyenda de autenticidad. Las casas son de colores recién pintadas y los palacios se han convertido en hoteles boutique, y las tascas desaparecen para dejar sitio a un wine tasting o algo así.
La ciudad del fado quiere ser también cool, y no es fácil ser las dos cosas a la vez. Es tan abierta, que en la Web Summit se habla exclusivamente inglés. Inimaginable, en cualquier otro país. No existe traducción simultánea para nada ni un recuerdo en portugués más allá del cortés Obrigado. El alma del lisboeta se agita, día sí día también entre los beneficios y perjuicios de seguir siendo retro y estar de moda. En el primer exportador mundial de folios, la Administración dejará de usar papel, botellas y platos de plásticos; el país con la gasolina más cara de Europa, acaba de prohibir las prospecciones petrolíferas marítimas. Por las calles circulan taxis del antiguo siglo y los Uber recién legalizados. Una vecina de Alfama paga por su minipisito 50 euros mensuales y el mismo de al lado se alquila a 150 euros la noche. Las corridas de toros abundan, y a la vez, el Parlamento debate reciclar a los domadores de los circos, que se han quedado sin animales.
Lisboa abre carriles bici y los vecinos se quejan de que aumentan los parquímetros. Lisboa está linda y de moda, y hay apartamentos a precios de París, pero quién puede disfrutar de ella, dicen, con sueldos de 600 euros.
Medina clama en el desierto recordando que nunca la vieja Lisboa perdió tantos habitantes como en los años 80, cuando sus habitantes se fueron a los nuevos barrios, con ascensor y baño. Hoy aquellas casas deshabitadas y semiderruidas se alzan rehabilitadas y son ocupadas por extranjeros, que dejan grandes dineros; pero el lisboeta, en una mezcla de sentimientos, también añora aquello de lo que se quejaba.
Y si el Gobierno promete a los emigrantes retornados que les rebaja la declaración de la renta un 50%, el lugareño tuerce el gesto, porque, dice que él ha aguantado aquí cuando caían chuzos de punta. Y además, el extranjero jubilado no paga impuestos y además si un joven extracomunitario trabaja en una start up también le da la residencia comunitaria. Y el lisboeta se encela con lo malo que ha traído todo lo bueno. Traición o tradición.
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