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Columna
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Este país

La indignación por lo simbólico crece por barrios con la misma intensidad para las cosas importantes que para las chorradas irrespetuosas o de mal gusto

Pepa Bueno
Aficionados españoles antes de empezar un partido.
Aficionados españoles antes de empezar un partido.NEIL HALL (EFE)

Había militado en partidos de izquierda en los años setenta, lo habían detenido e interrogado bajo aquel himno y con aquella bandera presidiendo la comisaría. “Nunca será mi bandera”, respondía fastidiado cuando le decían años después que la democracia había despojado a la bandera de los símbolos que había asumido el franquismo y que eran otros tiempos y aquellos colores significaban otra cosa.

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Se convirtió en padre pasados los 40, un padre tardío que vivió la crianza con una implicación y una emoción que nunca hubiera podido imaginar. Y un día le hicieron la primera de muchas fotos con la cara pintarrajeada de rojo y gualda porque jugaba la selección española de fútbol y su hija le plantaba a toda la familia la bandera en la frente, y él se moría de risa y ternura viéndola con aquel entusiasmo patriótico-futbolístico. Aquella primera foto le costó aguantar muchas bromas, sobre todo de aquellos que seguían hablando de este país para referirse a España.

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Luego han venido unos años en los que, tuviera donde tuviera cada uno el corazón, pareció normalizarse entre la mayoría —por pragmatismo o por convicción— lo que era normal entre quienes de la dictadura y la Transición tenían una experiencia personal vaga y prácticamente sabían lo que habían leído en los libros de texto.

Pero ahora aquel este país ha sido sustituido por el Estado, con una buena parte de la nueva izquierda regalando a la derecha el nombre real de este país, que se llama España, los símbolos que lo representan en el mundo entero y una batalla semántica soterrada inexplicable para muchos españoles. Batalla a la que la derecha acude encantada porque, entre otras cosas, le permite perpetuar su ejercicio del poder como propietaria de la cosa, y presentar a la izquierda en el Gobierno, cuando las urnas se lo dan, como si fuera la eterna alquilada.

Somos una democracia muy joven todavía y nos ha pillado en plena adolescencia este delirio polarizador nacionalista e identitario en el que estamos metidos todos, cada cual con sus demonios particulares en danza. Y así, la indignación por lo simbólico crece por barrios con la misma intensidad para las cosas importantes —dónde enterrar al dictador, por ejemplo— que para las chorradas irrespetuosas o de mal gusto.

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