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IDEAS / AHORA QUE LO PIENSO
Columna
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Somos ratas en Lavapiés

La historia se repite dos veces, las dos como tragedia

Edurne Portela
Barrio de Lavapiés en Madrid.
Barrio de Lavapiés en Madrid.Inma Flores

En Barcelona y Madrid los barrios invadidos por el turismo (esa forma de violencia económica tan amable) están también plagados de narcopisos donde se vende y se consume heroína. La reciente redada en el Raval barcelonés es un ejemplo, aunque tal vez el más paradigmático es el de Embajadores, nombrado hace unos meses por Time Out como el barrio más “cool del mundo” y uno, junto a Lavapiés, donde más narcopisos se han identificado en Madrid. La revista mencionó las tiendas ecológicas, las barberías modernas, los bares de moda y todos los marcadores cool de la gentrificación. Parece que su reportero no quiso ver, como veo yo casi a diario, inmigrantes desahuciados, ancianos y ancianas buscando en las basuras, muchachos esnifando pegamento (sí, aquí, en Madrid), hombres y mujeres devastados por la heroína llamando a la ventana de un bajo para conseguir su dosis. Me da la sensación de que algunas de estas imágenes ya las he visto, que he vivido una versión pretérita de esta crónica, me animo a decir que la historia se repite, dos veces, las dos como tragedia.

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Crecí en un espacio hostil de crisis posindustrial, paro, heroína, violencia política. Nuestros pueblos (los pueblos industriales de la margen izquierda del Nervión) y nuestra ciudad de referencia (Bilbao) estaban cubiertos por una nube gris que no sabíamos si era provocada por la climatología o por las fábricas contaminantes entonces operativas: Altos Hornos de Vizcaya, la Naval y un largo etcétera. Teníamos una ría en la que nadar era impensable —el espesor del agua era digno de una película de ciencia-ficción— y su desembocadura en el mar estaba sembrada de grúas y plataformas de hormigón que se fueron comiendo al Cantábrico. La economía industrial había sido la responsable de la transformación radical del paisaje, sembrado de edificios de pobre construcción en el que se hacinaban los recién llegados de Galicia, Extremadura y Andalucía y en los que iban creciendo las siguientes generaciones. Pueblos feos, sucios, ruidosos, pueblos pobres. A partir de los años ochenta, la economía industrial también nos transformó. El proceso de reconversión (mejor dicho, desmantelamiento) provocó despidos masivos, más violencia en las calles (recordemos que además éstos eran los “años de plomo” vascos), un paro juvenil del 50%. Si quieren ponerle música a la historia, escuchen Ratas en Bizkaia, de Eskorbuto.

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Las zonas más depauperadas se llenaban de fantasmas suplicando o compartiendo una dosis, territorios prohibidos

A aquella crisis también le acompañó la irrupción de la heroína. Entonces, en los barrios más pobres de ese pobre margen empezamos a ver la transformación de una generación de jóvenes. Al mismo tiempo que parte de la inmigración nacional volvía a sus lugares de origen (los afortunados que tenían dónde volver y que no acababan en la calle), las zonas más depauperadas se llenaban de fantasmas suplicando o compartiendo una dosis, territorios prohibidos donde nuestros padres veían cumplirse las peores pesadillas: cómo todo lo que habían construido se desmoronaba al mismo tiempo que lo hacía el cuerpo de sus hijos.

Procesos históricos muy diferentes, lo sé, pero las víctimas acaban siendo las mismas: las más vulnerables, los des(h)echos de las crisis, aquellos que no logran sobrevivir los vaivenes de los mercados, los tiempos feroces de los grandes cambios económicos de ahora y de hace 30 años.

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