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COLUMNA
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Grandes preguntas

Saberlo todo sobre nada ya no garantiza una vida estable

Javier Sampedro
Hawking en una playa de Tenerife en 2015. En vídeo, la secuencia realizada por la Universidad de Cambridge en homenaje a Hawking.
Hawking en una playa de Tenerife en 2015. En vídeo, la secuencia realizada por la Universidad de Cambridge en homenaje a Hawking. GORKA LEJARCEGI

Los profesores de filosofía estimulan a sus estudiantes a hacerse grandes preguntas. Los profesores de ciencia disuaden a los suyos. Y tienen buenas razones para hacerlo. Para un aprendiz de científico, plantearse cuál fue el origen de todo, por qué estamos aquí, adónde vamos y todas esas cuestiones tan fascinantes es el camino más seguro hacia el siniestro total de su carrera. La ciencia es oportunista, y suele morder donde encuentra vena, allí donde el estado del conocimiento y el estado del arte prometen ofrecer una respuesta a tiempo de obtener la inversión o renovar la subvención. Las grandes preguntas, se dice el científico, solo las responderá Dios. En este sentido, Galileo solo vio lo que alcanzaba su telescopio, y la biología solo avanza con la potencia de su microscopio.

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Por fortuna, una pequeña parte de la chiquillería no hace ni caso a sus maestros en este punto. Puede que esté en su fisiología, o tal vez en su entorno familiar, pero el caso es que hay gente que nace cienciaherida, niños y niñas cuya curiosidad insaciable no solo les conduce a estudiar ciencias, sino a elegir entre ellas las disciplinas más profundas y dificultosas, las que plantean grandes preguntas y, por tanto, amenazan la carrera del practicante como la navaja que presiona el cuello. Una buena muestra de ello es Stephen Hawking, el gran físico teórico fallecido este año. Sus cenizas yacen ahora en la abadía de Westminster, entre las tumbas de Newton y Darwin.

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Cuando el físico vio la película sobre su vida, La teoría del todo, y preguntado directamente por Eddie Redmayne, el actor que le encarnó y ganó por ello el Oscar en 2014, Hawking objetó que debería haber “más física y menos sentimientos”. Eso es puro Hawking, uno de esos pensadores cuyo mayor estímulo emocional es precisamente el poder explicativo de la ciencia, su belleza y su creatividad extrema. Es muy difícil hacer llegar este concepto al público lego. Pero créanme, hay gente cuya mente funciona así. Lean el libro póstumo de Hawking, Breves respuestas a las grandes preguntas, para entender esto y mucho más.

Por muy arriesgadas que sean las grandes preguntas, lo cierto es que hay una gran ventaja para quienes se las plantean. Si tú te preguntas ¿qué somos?, y tienes alguna esperanza de encontrar una respuesta siquiera parcial en tu tiempo de vida, no vas a poder limitarte a la filosofía. Tendrás que profundizar en los fundamentos de la física y la cosmología, la evolución y la neurología, la matemática y la inteligencia artificial. Tendrás que ser por tanto un polímata, una persona de conocimientos distribuidos, amplios, interdisciplinarios. Esto ocurre ya dentro de cada ciencia. El genio fértil y sutil de Poincaré se debió a su entendimiento profundo de unas áreas de las matemáticas que todo el mundo había considerado disociadas hasta entonces. La doble hélice del ADN redujo la exuberante diversidad de la naturaleza a un principio simple, creador, generativo. Hawking ha dedicado su vida a lo mismo con los dos pilares de la física actual, la mecánica cuántica de lo muy pequeño y la relatividad einsteniana de lo muy grande. Su laboratorio mental han sido los agujeros negros, que son tan pequeños que deben obedecer la mecánica cuántica y tan masivos que responden a la relatividad general.

Sin llegar a estos extremos, tener una inclinación hacia lo general en vez de lo específico, a lo abstracto más que a lo concreto, a lo importante antes que a lo urgente, puede tener una relevancia cada vez mayor en el mundo que estamos creando. Saberlo todo sobre nada ya no garantiza una vida estable.

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