En el salón
En la política española se confunden los espacios y hay quien se comporta en la cocina como si estuviera en el cuarto de baño
Una familia educada sabe que cada instancia de la casa tiene sus propias normas de comportamiento. Según el machismo galante, antiguamente se decía que la mujer perfecta debía ser una dama en el salón, una artista en la cocina y una casquivana en la cama. En contrapartida, el feminismo rampante obliga hoy al varón a ser en el salón un perfecto caballero, en la cocina un colega siempre dispuesto a fregar los platos y en la cama un amante leal, apasionado y divertido. No se habla del cuarto de baño, donde en todo caso, hombre o mujer, se puede ser limpio y elegante o un cerdo. En la política también existen distintos espacios, cada uno con unas reglas muy estrictas. En el Parlamento, como en el salón de casa, se defienden públicamente los derechos humanos, se permite soñar con la independencia o con la unidad indisoluble de la patria, se establecen los buenos deseos de libertad y de justicia envueltos con grandes palabras. Estas cuestiones etéreas no se debaten en la cocina donde se guisa la inmediata realidad parda de cada día. No es imaginable que una familia bien educada confunda los espacios y se comporte ante las visitas en el salón como en la alcoba y en la cocina como si estuviera en el cuarto de baño, cosa que, en efecto, sucede en la política española cuando en el salón se debaten los grandes problemas y de pronto se oye que alguien arriba ha tirado de la cadena del váter y todos los ideales de paz, de consenso, de entendimiento, de diálogo han sido arrastrados hacia el desagüe por un torrente de mierda. Algunos diputados muy patriotas se comportan en el salón como en el retrete, los soberanistas catalanes guisan su ideal de independencia a medias con un mejunje de garbanzos que produce un flato insoportable y, por su parte, los medios de comunicación han convertido la política española en una impúdica cama redonda. Eso es todo.
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