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Columna
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¿Quién manda aquí?

El caso Kashoggi y el de las hipotecas nos dan pistas acerca de un futuro construido sobre nuevas decantaciones de viejos poderes que se aúpan sobre unos gobiernos democráticos cada vez más impotentes

Josep Ramoneda
Las ministras de Justicia Dolores Delgado (c), Defensa Margarita Robles (d), y Asuntos Exteriores Josep Borrell, durante la sesión de control en el Congreso de los Diptados.
Las ministras de Justicia Dolores Delgado (c), Defensa Margarita Robles (d), y Asuntos Exteriores Josep Borrell, durante la sesión de control en el Congreso de los Diptados.Ballesteros (EFE)

Poco a poco le vamos viendo las tripas al nuevo mundo postdemocrático que se perfila. La actualidad nos ofrece dos test interesantes —el caso Kashoggi y el caso Díez Picazo— sobre lo que ocurre cuando se agrietan los pactos básicos: el poder político decrece, los ciudadanos pierden voz y vuelve la ley del más fuerte.

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Arabia Saudí da miedo. Margarita Robles, ministra de Defensa, tuvo que tragarse unas ventas de misiles inteligentes heredadas del Gobierno anterior. Ha llegado el caso Khashoggi y PSOE, PP y Ciudadanos apuestan a que se mantenga el negocio de las armas, apelando a intereses generales. Ya nadie niega las evidencias de un crimen premeditado, salvaje y político, como ha dicho Erdogan. Y sigue siendo insuficiente para que el Gobierno se plantee, más allá de las condenas formales, modificar la relación con Arabia Saudí. Si las matanzas del ejército saudí en Yemen no fueron razón suficiente, tampoco lo será el asesinato de Kashoggi. El comercio con Arabia Saudí está cargado de zonas oscuras: sobornos, comisiones, relaciones opacas al máximo nivel. Y España se camuflará en el nutrido pelotón de los países que han optado por el perfil bajo para que los saudíes no les señalen. Lo llaman razón de Estado; deberían decir armas, petróleo y la sombra del terrorismo, que tantos padres tiene.

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El día 5 de noviembre el pleno de la Sala tercera del Supremo ratificará o no la jurisprudencia sobre hipotecas establecida por la sentencia que produjo la insólita reacción del juez Díaz Picazo. Una bajada de la cotización de los bancos consiguió en un día lo que centenares de miles de votantes y de manifestantes catalanes no han logrado con la prisión preventiva de los presos independentistas: que el Supremo aprecie “enorme repercusión económica y social”. Creo que la justica debe actuar con conocimiento del contexto y que la virtud de la prudencia y la ética de la responsabilidad —sobre los efectos de sus decisiones— no le deben ser ajenas. Pero un movimiento como el de Díaz Picazo, en un momento tan delicado, por los efectos del caso catalán sobre la imagen del Supremo, alimenta todas las desconfianzas sobre la independencia de los jueces y sobre su gobernanza. Sospechas y teorías conspirativas aparte, volvemos a la pregunta de siempre: ¿Quién manda? Cuando se cuestiona la independencia real del poder judicial se mira de reojo al ejecutivo, pero son otros muchos los poderes —locales e internacionales— que merodean en torno a los jueces.

La democracia se funda en unos pactos y compromisos básicos muy frágiles entre agentes políticos y sociales que están decayendo sin que se vea interés en reconstruirlos. El caso Khashoggi y el de las hipotecas nos dan pistas acerca de un futuro construido sobre nuevas decantaciones de viejos poderes que se aúpan sobre unos gobiernos democráticos cada vez más impotentes. Los gobernantes se encogen y la democracia empequeñece inexorablemente.

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