Las heridas nunca prescriben
El tiempo dirá si el Papa Francisco es capaz de vencer todas las resistencias internas, cumplir su propósito y hacer de la Iglesia un entorno seguro
Lo afirmó el Papa Francisco en una carta fechada el 20 de agosto refiriéndose al dolor que sufren las víctimas de los abusos sexuales cometidos por un notable número de clérigos durante al menos setenta años. Merece la pena leer el texto con cierta atención para apreciar el plan con el que la Iglesia debería enfrentar un crimen que deja heridas no sólo en las víctimas, sino también en sus familias y en toda la comunidad. No basta con pedir perdón por lo ocurrido, dice el Papa. Tampoco con reparar el daño causado. Resulta imprescindible “generar una cultura capaz de evitar que estas situaciones no solo se repitan, sino que no encuentren espacios para ser encubiertas y perpetuarse”.
La elocuencia de las palabras con la que Jorge Bergoglio describe el reto que tiene la Iglesia incide en la verdadera gravedad y magnitud del problema del que el citado desafío trae causa. De hecho, no es solo cuestión de denunciar conductas particulares susceptibles de ser constitutivas de un delito tipificado en la ley. El problema de la Iglesia tiene, desgraciadamente, más calado: debe acabar con una cultura favorable a encubrir el delito y a perpetuarlo a través de ignorarlo, callarlo o silenciarlo. Hacerle frente exige, como detalla la carta, adoptar las medidas pertinentes para garantizar que quienes cometieron los delitos y los encubrieron rindan cuentas ante la justicia.
La Iglesia en España no puede ignorar los múltiples testimonios que prueban que también aquí se cometieron delitos y se encubrieron. De acuerdo con la hoja de ruta trazada por el Papa Francisco, corresponde a sus máximos dirigentes mostrar valentía en el esclarecimiento y enjuiciamiento de los hechos, sin olvidar una acción enérgica contra el silencio cómplice que tanto sufrimiento ha causado a las víctimas. En este contexto, las instituciones civiles no deberían renunciar a tomar en consideración aquellos cambios normativos que pudieran dificultar la impunidad y facilitar el ocultamiento. Nos referimos, en primer lugar, a la necesidad de retrasar sensiblemente la edad a partir de la cual comienza a contar el plazo de prescripción de los delitos de abuso sexual. En segundo lugar, sería igualmente interesante discutir la conveniencia de otorgar al ministerio fiscal el impulso de la investigación de esta clase de delitos aun cuando las víctimas hayan superado la mayoría de edad. De hecho, resulta razonable exigir a la Iglesia la obligación de cooperar en el esclarecimiento de delitos cometidos en el pasado y dar traslado de cuanto sabe por sus investigaciones internas, siempre que la fiscalía puede instar el oportuno proceso penal, sin que recaiga en la víctima el impulso del proceso.
El tiempo dirá si el Papa Francisco es capaz de vencer todas las resistencias internas, cumplir su propósito y hacer de la Iglesia un entorno seguro. No parece que le vaya a resultar tarea sencilla.
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