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Columna
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La solución liberticida

La posibilidad de que la estulticia y el dolo escapen del control de las élites moderadas, alcancen el poder y determinen la vida de los 208 millones de brasileños es aterradora

El candidato ultraderechista Jair Bolsonaro.Vídeo: Antonio Lacerda (EFE) / Reuters-Quality
Juan Jesús Aznárez

Los escándalos por corrupción durante las dos administraciones del Partido de los Trabajadores causaron indignación y desencanto, pero nada resulta más pernicioso que la coalición entre ciudadanos que desprecian la democracia y gobernantes dispuestos a desairarla. La derivada fascista de esa convergencia triunfó con Jair Bolsonaro. La manipulación de los fracasos gubernamentales contra la inmoralidad y el hampa, la desmemoria, la fragilidad del Estado de derecho en suma, permitieron en Brasil la convalidación electoral de un catecismo reaccionario y la apología del terrorismo de Estado. El auge de la criminalidad callejera y de despacho, el desencuentro entre probidad y democracia, carburaron el surgimiento de un subproducto del caudillo Getulio Vargas y del cacique bahiano Antonio Carlos Magalhaes, figuras de otra pasta y de otros tiempos.

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La posibilidad de que la estulticia y el dolo escapen del control de las élites moderadas, alcancen el poder y determinen la vida de los 208 millones de brasileños es aterradora. El futuro es tan preocupante como el analfabetismo político de buena parte de Latinoamérica, transversal, cantera del populismo antropófago practicado por el excapitán. El electorado aturdido por la pobreza y la incultura suele prorrogar su desgracia con el voto. La clase media lo hace temiendo la inseguridad y el empobrecimiento, mientras que en las papeletas del empresario cuatrero, dictadura y democracia son intercambiables.

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Empaquetadas como antídoto contra la corrupción y la delincuencia, las mentiras y vanas promesas propaladas en las redes sociales han causado destrozos entre los millones de iletrados en democracia, muchos con título universitario. La desesperanza votó al mesías ultramontano porque es milagrera y cree en caudillos y espadones, abundantes en la América Latina del siglo XX. El racismo, la homofobia y el matonismo de Bolsonaro cuadran con su vindicación de la dictadura (1964-1985). Una democracia consolidada le hubiera inhabilitado para cualquier cargo público, pero Brasil aún la construye. La apática reacción popular cuando proclamó que el error de la dictadura fue torturar, no matar, solo puede entenderse desde la estupefacción y el desaliento: no fue tan carnicera como en Argentina y Chile, en donde la candidatura que pasa a segunda vuelta se habría topado con la oposición de sociedades martirizadas por las bayonetas y el potro, juramentadas contra las soluciones liberticidas.

Brasil registró 475 desaparecidos; más de 15.000, Argentina, y cerca de 3.000, Chile. Los comandantes brasileños disimularon su tiranía promoviendo la industrialización y un Parlamento vetado a la izquierda. El coco castrense apenas asusta en Brasil; el retroceso del compromiso nacional con las libertades parece delegar en los cuarteles la tutela de la estabilidad y el civismo. El fenómeno puede antojarse aislado pero conviene no disociarlo. La vertebración institucional y los derechos han avanzado en la región, pero cuando sus habitantes los perciben inoperantes, el hombre providencial resucita y vuelve a engañar.

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