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EDITORIAL
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Dignidad

El movimiento Me Too ha mostrado su alcance en el Supremo de Estados Unidos

Christine Blasey Ford, antes de su declaración en el Senado.
Christine Blasey Ford, antes de su declaración en el Senado.POOL (REUTERS)

El Tribunal Supremo de EE UU ha tenido a lo largo de la historia más poder que cualquier presidente para decidir sobre los asuntos esenciales de ese país. Fue este tribunal, que interpreta la Constitución y cuyos nueve miembros son vitalicios, el que permitió el final de la segregación racial en las escuelas, prohibió aplicar la pena de muerte a menores de 15 años, legalizó el aborto y el matrimonio entre personas del mismo sexo o dio la victoria a George W. Bush en 2000. Ese es uno de los motivos por los que la votación en el Senado para decidir si el conservador Brett Kavanaugh se convertirá en su nuevo miembro resulta tan transcendental para el futuro de EE UU. Pero no es el único, tal vez ni siquiera el más importante para el mundo global en el que vivimos. Lo que está en juego en este proceso de nominación es el alcance del movimiento Me Too, que se moviliza desde hace un año para denunciar las agresiones sexuales contra las mujeres, y la prueba fehaciente de que comportamientos tolerados durante demasiado tiempo se han convertido, de una vez, en intolerables.

Kavanaugh, de 53 años, ha sido acusado por varias mujeres de haber abusado sexualmente de ellas cuando era estudiante. Con valentía, dignidad y un dolor imposible de ocultar, una de ellas, Christine Blasey Ford, de 51 años, compareció la semana pasada ante la comisión del Senado que evalúa su idoneidad y que finalmente votó a su favor. “Estoy aquí no porque quiera estar. Estoy aterrorizada”, expresó ante un panel formado por 21 senadores, solo cuatro de ellos mujeres, ninguna de ellas entre la mayoría republicana, formada por 11 representantes.

Sin embargo, a diferencia de lo que ocurrió con Anita Hill en 1991 cuando acusó al juez Clarence Thomas (un magistrado que sigue en el Supremo) de acoso sexual, lo que no frenó su nominación, Blasey no fue sometida a un tribunal inquisitorial. Se ratificó en lo que había afirmado: que está cien por cien segura de que Kavanaugh abusó de ella con un amigo en una fiesta en el verano de 1982. Ella tenía 15 años y el asalto fue tan violento que creyó que podría morir. El juez lo negó todo con rotundidad y en medio de un tremendo enfado. El asunto habría acabado ahí, ignominiosamente a favor del candidato, si no llega a ser por la intervención de otras dos mujeres, que increparon en público (y ante las cámaras) a uno de los senadores republicanos, Jeff Flake, lo que le llevó a pedir una breve investigación del FBI antes de la votación final en la Cámara, que se prevé que ocurra en las próximas semanas.

La confirmación de este juez podría asentar una sólida mayoría conservadora para los próximos años en un tribunal que pondría en peligro derechos como el aborto. Además, una institución crucial para la sociedad estadounidense se vería teñida de partidismo y muy dañada en su credibilidad: una cosa es que los jueces voten de acuerdo a su conciencia y sus convicciones y otra, muy diferente, que lo hagan siguiendo líneas partidistas. Pero, sobre todo, la institución se vería tocada en su dignidad. Si algo ha demostrado el movimiento Me Too es que millones de mujeres sufrieron abusos y acoso sin atreverse a denunciar por miedo. Blasey también estaba aterrorizada, ha lidiado con ese miedo durante toda su vida adulta y dio un paso adelante. Su voz entrecortada ha sido escuchada por millones de personas. Ocurra lo que ocurra, ya no podrá ser silenciada.

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