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Un problema de ricos… y también de pobres

El desarrollo trae consigo más ingresos y mayor disponibilidad de calorías, pero también transforma las dietas y dispara las cifras de obesos. La epidemia cada vez afecta más a los que menos tienen

María José Durán

Son ideas preconcebidas, inscritas en las sociedades humanas desde hace milenios. El que tenía mucho —poder, tierras, animales, dinero…— podía comer mucho. Ganaba masa corporal y acababa pesando de más, un signo de riqueza. Durante mucho tiempo, en épocas en las que la mayoría de la población se exponía a la desnutrición, el sobrepeso se llegó a ver incluso como síntoma de buena salud. Hoy, en cambio, la obesidad se considera una enfermedad y para sufrirla no hace falta ser rico. Ni mucho menos. Tampoco vivir en un país desarrollado: desde hace unos años, la mayoría de las personas con sobrepeso, que pesan más de lo saludable, habitan en el mundo en desarrollo.

“Muchas cosas mejoran a medida que la gente tiene más ingresos: la educación, los sistemas de salud…”, apuntaba Lawrence Haddad, director ejecutivo de GAIN (alianza global por la nutrición). El hambre también puede disminuir, aunque para eso hace falta voluntad política: per se, el crecimiento económico general no se traduce automáticamente en un menor número de hambrientos. Pero, en general, el crecimiento de las rentas sí ha reducido la tasa de subalimentación global: en 1975 era casi del 35% y hoy —aunque ha repuntado en los dos últimos años— es de alrededor del 11%, según los últimos datos.

“Sin embargo, otras cosas no mejoran necesariamente con el desarrollo”, añadía Haddad. “Las emisiones de gases de efecto invernadero, el uso de los recursos naturales… o lo que comemos”. Entre 1990 y 2010, en países como Botsuana, la renta nacional per cápita prácticamente se triplicó y el porcentaje de hambrientos apenas mejoró unos puntos. La tasa de obesidad, en cambio, pasó del 7,8% al 16,9%.

En el mismo periodo, el progreso económico de Mozambique fue similar al de Botsuana. Allí el hambre sí se redujo significativamente, casi un tercio. Pero, pese a la mayor disponibilidad de dinero para comprar comida, el consumo de verduras y legumbres cayó un 17%. El de pescados, un 6%. El de bebidas azucaradas, en cambio, aumentó un 131%, según datos de GAIN. En Etiopía o Nigeria las ventas de refrescos también se dispararon mientras los productos de la huerta o el mar seguían el camino opuesto.

El modelo global de desarrollo trae consigo una transformación de los sistemas alimentarios. De pronto hay más alimentos (y calorías) y proteínas disponibles, y más dinero para comprarlos. Pero cambia la oferta alimentaria, la gente se va a las ciudades, cambian las costumbres, los lugares donde se compra la comida, cambian las dietas, cambian los trabajos, cambia la actividad física que realiza cada uno… y el sobrepeso y la obesidad no dejan de crecer.

Inicialmente, ese aumento se suele dar entre la población con mayor poder adquisitivo. En lugares como Nigeria, de momento las mujeres más ricas tienen hasta 3,5 veces más posibilidades de sufrir sobrepeso y obesidad que las más pobres. Pero poco a poco se expande también entre los grupos de menor estatus socioeconómico. En 1975, el porcentaje de brasileñas adultas obesas en Brasil era más del triple en el quintil más rico que en el más pobre. En 2003, la prevalencia era prácticamente igual.

Los alimentos frescos, las frutas y verduras suelen ser más caras y a medida que avanza esa transición alimentaria, los más ricos tienen más opciones de comprarlos, además de vivir en entornos más propicios para llevar dietas saludables.

La doble (o triple) carga de la malnutrición

En países como Namibia hay un 25% de hambrientos y un 15% de obesos. En Irak conviven un 28% de subalimentados y un 27,4% de sobrealimentados. Son dos caras distintas de una misma moneda, la malnutrición.

En muchos países en desarrollo, la desnutrición y la obesidad comparten incluso techo en hogares afectados por la “doble carga de la malnutrición”. Es lo que ocurre cuando miembros –generalmente jóvenes o adultos– de una familia tienen un peso por encima de lo recomendado y al mismo tiempo otros están desnutridos. Sucede, por ejemplo, en comunidades vulnerables en las que los adultos no pueden conformar dietas saludables y, como las condiciones sanitarias son malas, los niños sufren problemas de salud que limitan su peso y talla.

Esa doble carga de la malnutrición también puede ser triple, si además alguien sufre además una deficiencia de micronutrientes (por ejemplo, la anemia).

“El ambiente alimentario –accesibilidad física, precio, información…– es especialmente poco saludable entre las poblaciones más vulnerables, como los pobres, las mujeres, los pueblos indígenas…”, señala Ricardo Rapallo, de la FAO (agencia de la ONU para la alimentación y la agricultura). En Mauricio, por ejemplo, el sobrepeso y la obesidad crecen claramente entre las mujeres mayores y los adolescentes de ingresos bajos.

“Si a ese entorno le unimos menos tiempo para comprar y preparar la comida y menores niveles de educación, vemos que la malnutrición por exceso aumenta a un ritmo más rápido entre estos grupos vulnerables”, indica Rapallo. En ciudades como Medellín, Colombia, un estudio estimó que la probabilidad de padecer obesidad disminuía cuanto mayor era el grado de formación.

Según la propia FAO, los hogares pobres de los países en desarrollo se gastan entre el 60% y el 80% de sus ingresos en comer. “Y conformar una dieta saludable no es accesible para los más pobres, que se ven obligados a adquirir calorías más baratas, como galletas o sopas en polvos, pero no llegan a las frutas y hortalizas”, comenta el experto de la agencia internacional. “Así vemos, por ejemplo, cómo muchos países de América Latina hacen los deberes en ingesta de alimentos y reducción del hambre mientras aumentaban el sobrepeso y la obesidad”.

De nuevo en el experimento de Medellín, había mayores tasas de obesidad en las familias que ingresaban menos de 777 dólares que entre las que ganaban más. En España, varios trabajos han relacionado el avance del problema con la recesión económica y el alza del paro que ha sufrido el país en la última década.

La relación entre ingresos bajos y peso excesivo parece clara, pero tiene matices. En Estados Unidos, uno de los campeones mundiales del sobrepeso, el tercio más pobre de la población sufría una tasa de obesidad del 49%. Pero el segundo tercio –la clase media– la superaba ligeramente, con el 51%. Y aunque los más estadounidenses más ricos siempre son los menos obesos –salvo en el caso de los hombres negros–, las cifras también superan el 30%.

Por eso, aunque cada vez más expertos coinciden en que pobreza, pocos estudios y vulnerabilidad son factores de riesgo para sufrir estas enfermedades, también son mayoría aplastante quienes insisten en señalar al sistema alimentario en su conjunto y al entorno que condiciona las dietas y los estilos de vida como las principales causas de esta epidemia global.

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