Cuando todo se complica en el embarazo: una historia de esperanza |1
En esta primera entrega, el autor nos relata cómo fue descubrir para Rodrigo y Eva que algo iba mal: el cuerpo del feto, de Lola, se llenaba gradualmente de líquido
Poner por escrito la visión del padre ante la enfermedad de un hijo presupone que dicha visión haya de ser necesariamente diferente a la de la madre, un punto de vista más o menos fuerte, sentimental o racional. Yo no estoy de acuerdo con esa premisa, en mi opinión no existe un punto de vista masculino o femenino acerca de nada. Cada hombre y cada mujer son individuos únicos que no se entienden en la generalización. Cada uno, un cúmulo de influencias, no solo orgánicas, una suma de miedos y de esperanzas, de pasado y de futuro. No puedo, por lo tanto, hablar del punto de vista del padre, sino del punto de vista de un padre en concreto. Y ese uno no puedo ser yo por la sencilla razón de que no he vivido la enfermedad de un hijo y resulta una frivolidad innecesaria hacer un ejercicio de impostación habiendo modelos reales y casos como el de Rodrigo, que merecen la pena ser contados.
Rodrigo es un hombre de dureza castellana, poco intensa, nada afectada. Rodrigo es duro en silencio; él no sobreactúa. Es inteligente, ácido y muy especial, pero, ante todo, Rodrigo es el padre de Lola, una niña feliz. No siempre fue así. Durante la ecografía de la semana 26, el médico constató que algo iba mal. Ascitis. Hydrops fetalis. El cuerpo de Lola se llenaba gradualmente de líquido y era solo cuestión de tiempo que terminara falleciendo dentro del cuerpo de Eva, su madre. El impacto es tremendo, la vida de la pareja cambia en un segundo y pasan de la alegría de un embarazo primerizo al terror por problemas muy serios que ponen en peligro la viabilidad de Lola.
Lo que estos padres pasan en las semanas siguientes es imposible de relatar aquí. Un feto con ese problema no es viable y, ante un feto no viable, solo se presentan dos opciones; una es interrumpir el embarazo y la otra es esperar a que Lola muera sin más. Con independencia del cataclismo afectivo y del dilema moral de esta decisión, es necesario saber que interrumpir una gestación tan avanzada obliga a la autorización de un comité, que a su vez necesita un motivo médico real, es decir, un diagnóstico que implique claramente una inviabilidad. El problema es que, tras múltiples pruebas, no se llega a encontrar el motivo por el que la niña se está llenando de líquido. Los días y las noches de la pareja se suceden entre el pánico y la tristeza, esperando a que Lola simplemente se fuera. Donde otros padres ven emotivas pataditas, Rodrigo y Eva ven estertores. Cada movimiento de la niña es para ellos sinónimo de que quizá esté muriendo en ese preciso momento, delante de él, dentro de ella, sin poder llegar a verla, a darle la mano si quiera. No se me ocurre una soledad más angustiosa ni dramática. La piel del vientre no divide solo dos cuerpos; quizá parta el universo entero en dos.
Rodrigo piensa que lo mejor es desmontar la habitación de la niña en soledad y devolverla para evitar ese sufrimiento a la madre, y así lo hace. Mientras empaqueta esa habitación rosa, su ropita y sus juguetes, todo empeora; la cabeza de Lola se llena de líquido y Eva comienza a enfermar. La presión es terrible, pero Eva toma libremente una decisión: proteger a Lola, no tomar los ansiolíticos y antidepresivos que le ofrecen y comer más sano que nunca para no dañar a su hija, a ese feto cuya muerte es inminente. Ante lo previsible del desenlace, Rodrigo decide centrarse en Eva y su obsesión comienza a ser salvar a la madre ante la imposibilidad de hacer nada por la hija. De hecho, deja de llamarle por su nombre -algo que la madre jamás llega a hacer- y comienza un proceso de transformación interna y de algo más. Hay que compatibilizar buscar el mejor final para la niña, con seguir cuidando de la madre, mantener a dos familias -incapaces de hablar por el dolor- dentro de los límites de la normalidad, conservar la cabeza fría, facilitar el trabajo de médicos y hacer todo este ejercicio de malabarismo sin dejar caer ni las pelotas ni las lágrimas. Hay trabajos duros.
"¿Qué hacemos ahora?". Sin estudio no se puede interrumpir el embarazo, pero la muerte no solo es inevitable sino inminente, comenzando a ponerse en riesgo incluso la vida de la madre. La pareja no es creyente, pero decide que Lola morirá si tiene que morir; ellos no van a abortar diga lo que diga el estudio. Aún así, el ginecólogo sigue centrado solamente en salvar a la madre. Pero la vida puede cambiar en un cambio de turno; aparece en escena un neonatólogo que decide centrarse en intentar salvar también a la niña y les ofrece hacer todo lo humanamente posible para hacerlo. Sin esperanzas. Aceptan.
Este neonatólogo comienza a tomar decisiones desesperadas, seguramente arriesgadas, aunque en ciertas ocasiones la decisión más arriesgada es no tomar ninguna. Se pinchan corticoides al feto para desarrollar sus pulmones. El ginecólogo, al enterarse, pone el grito en el cielo. “¡Les van a volver locos! ¡Es un feto parado y muriéndose! ¡Eviten este dolor a la madre!”.
La lucha que viene a continuación tiene una carga ética terrible, y les avanzo: todos tienen razón. No hay buenos y malos. La vida no es una tertulia televisiva ni cabe el maniqueísmo en la frontera entre la vida y la muerte. Comienza, no obstante, la controversia “madre/feto” y, mientras un médico monitoriza a la niña con el objetivo de hacer todo lo posible, el otro se niega, con el objetivo de eliminar la presencia esperanzadora de su pequeño latido y que la madre no enloquezca. A todo esto, la niña hace una bradicardia. Una médico, supongo que poseída por el mismo Hipócrates introduce las manos sin pensarlo por el útero de la madre para dar un masaje dentro del vientre a un feto que se iba a morir de todas formas. La situación, como pueden imaginar, es crítica, pero todos hacían lo que creían que tenían que hacer: unos cuidar de la madre, otros intentarlo con la hija. Aún así, a Rodrigo no le vale esta indecisión caótica y convoca una reunión con el jefe de ginecología, el de neonatología y el director médico del hospital, en la cual expresa de forma brillante que se acabó, que necesitamos un criterio común, que la madre merece respeto y que la hija, mientras no haya muerto, tiene nombre, se llama Lola y todos nos debemos a ella usando todas las armas en nuestro poder.
El discurso surte efecto. Los médicos piden disculpas y pactan una vía de consenso consistente en practicar una cesárea en dos días si antes Lola no había muerto. Todos están de acuerdo en que no va a sobrevivir, pero la mejor opción es sacarla, no solo por evitar poner en riesgo la vida de la madre sino por la posterior gestión de su propio duelo; es más fácil llorar una muerte fuera que dentro. La diferencia entre sacar a la niña e interrumpir el embarazo es, en realidad, que sacar a la niña es una decisión de los médicos e interrumpir el embarazo, de la madre (informe mediante). Aún así, nadie se lleva a engaño: todos saben que, si la sacan, en el fondo la están matando. Y, si no la sacan, pueden morir las dos. Yo creo que los tres.
El que escribe estas líneas es creyente y no está de acuerdo con el aborto, pero no es mi historia y, si algo he aprendido de esta experiencia en cuerpo ajeno, es que todos deberíamos hablar menos y respetar más. Ni unos ni otros somos necesariamente buenos ni malos y, para valorar una decisión hay que tener toda la información. Ya me gustaría ser la mitad de coherente y valiente que ellos. En el preciso momento en el que se toma esta decisión, que eliminan totalmente la opción del aborto y que deciden seguir adelante suceda lo que suceda, entra un bedel a la habitación con la autorización de la interrupción. La vida es increíble y si esto no es un milagro, no los hay.
Esta historia no deja tiempo para la tranquilidad; en las siguientes horas, la madre comienza a dilatar y los médicos les dicen claramente lo que va a suceder a continuación: se van a llevar a Eva, van a sacar a Lola, una niña de treinta semanas de gestación tan llena de líquido que ya pesa tres kilos, que va a nacer sin capacidad pulmonar, no va a respirar, va a entrar en eclosión, va a sufrir un shock y va a fallecer segundos después, totalmente hinchada, como uno de esos globos que jamás llegará a ver. El padre solo pide que no hagan pasar a Lola por un segundo de dolor más del necesario y que ese segundo -que será toda su vida- le den toda la confortabilidad y dignidad que puede caber en una historia humana. Hay vidas que duran un segundo. (Continuará la semana que viene…)
© Magnífico Margarito es escritor, bloguero y padre
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