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Todos los colores de Vicente Verdú La forma y el color, su plasmación y sus porqués hablan por sí solos, soberanos, sin necesidad de añadidos ni subterfugios. Es la tesis que sugiere la pintura de Vicente Verdú (Elche, 1942-Madrid, 2018), fallecido el pasado 21 de agosto. El artista y escritor reflejó todo ello en estos pequeños textos, reunidos ahora en el libro Celebración de la pintura. Azul. Todo el espacio en el que nos hallamos es azul. El cielo es azul, el mar es azul, el planeta es azul. Pero es azul, precisamente, durante el bienestar o la paz por acumulación del vacío. Mientras el rojo es “encarnado” y pugna encarnecidamente, el azul tiende a la gradual disolución del color. Nunca llega a perderse del todo, pero puede rozar la línea de lo muy distante, la magnífica pureza de la lontananza. Vicente Verdú Azul. A diferencia del negro, el azul escapa de nuestras manos con velocidad para llegar enseguida al horizonte. Continuo y bajo de sonoridad, el azul es muy apto para degustar serenamente, casi sin sabor. Aunque también en esa degustación (como sucede con las diazepanes y píldoras que inducen azuladamente al sueño) se incluya en efecto la inconsciencia. Los franceses dicen que lo ven todo azul —'je n’y vois que du bleu'— cuando quieren decir que no ven nada, y en alemán 'ich bin blau' es igual a haber perdido la conciencia por efecto del alcohol. Vicente Verdú Amarillo. El amarillo representa al pigmento más altivo y rebelde. El más nervioso e ilegítimo. Muy duro dentro de la comunicación cromática, en donde siempre aparece como una personalidad desobediente, difícil de dominar y de amortiguar su chirrido. Su parecido al oro adultera su esencia. El oro es redondo y señorón mientras el amarillo es vertical y agrede. Kandinsky decía del amarillo que era el más terrestre de los colores, y cabría decir que si el oro, a imagen del sol, parece de otro mundo, el amarillo se muestra fieramente aquí, donde manifiesta, con su cólera, la garra. Hacia arriba todo es azul o negro, hacia el centro de la Tierra todo es negro o rojo. Lo amarillo sería el equivalente a un precipicio terrenal cuyo vértigo lleva a los despeñamientos del cuerpo. Vicente Verdú Naranja. Siempre que empleo la pintura naranja siento que estoy cometiendo alguna transgresión. Por todo ello se percibe una carga dañina dentro del naranja que acaso solo se desactiva al quedar comprimida entre sus acompañantes cromáticos. Entonces queda convertida, al exhibirse, en una veta o zona úrica, como el sabor de algunos frutos muy exóticos. Desde ese punto de sabor se experimenta que los cuadros contienen algo de la cocina, que reúnen el color y el sabor de los platos. El sabor es el (sentido del) saber, y si un color sabe licenciosamente, no será extraño que coincida con el naranja perdulario. Vicente Verdú Verde. Tiziano soportaba tan mal el universo del color verde que cuando se trataba de representar bosques y forestas prefería hacerlo envueltos en llamas y consecuentemente representarlo a través de colores encarnados y negros. El verde se halla en un cruce de componentes altamente heterogéneos y es capaz de expresar un catálogo de emociones tan vasto que no viene a ser raro atragantarse. Atraganta por hallarse ubicado en un espacio exageradamente amplio, pero además, si tratarlo exige una atención y cuidado extraordinarios, su plasmación evoluciona como una masa autónoma que se complace o se envenena veleidosamente y en sí. Vicente Verdú Verde. Aceptar con el verde de Goya, por ejemplo, representa una tarea que puede ocupar la carrera entera de un artista porque el verde se desliza, viaja, se pervierte o glorifica. Los verdes lo dicen prácticamente todo. Y en una doble acepción: son capaces de pronunciarse en las más diferentes lenguas y pronuncian con asombrosa precisión el carácter del artista. Vicente Verdú Blanco. El blanco es la pureza, pero en su extremosidad la pulcritud es la otra cara de la muerte. Mientras el negro bien localizado concede a los cuadros un valor serio o elegante, el blanco tiende a aniquilar casi todo lo que se ve. Un blanco perfecto es la perfecta imagen de una perfecta crueldad. A esa crueldad se le da alivio mediante un leve color gris o beis, o azulado. Cualquier dilución que 'manche' la tela. Así se logra el resultado propicio. La tela pierde su textura áspera y se adviene a la composición más diversa. Puede parecer una exageración, pero el blanco se inclina a matar cuanto toca. Mientras el negro enaltece la circunstancia mediante el charol y el luto, el blanco lo aniquila o lo arrasa. El fin del mundo no será un paisaje de tinieblas, sino el espectáculo de un tremendo claror. Es así de hecho como se pinta el pánico, la ausencia total del valor. Vicente Verdú Negro. No es concebible una pintura sin la presencia del negro. En una u otra proporción, el negro viene a ser como el asiento fundamental del ser cromático. Incluso cuando parece que se encuentra como simple o pequeño acompañante, su participación posee el máximo valor para la composición. Sin negro no hay vida. Contrariamente a lo que viene a ser común, el blanco puede minar la belleza de un cuadro con más probabilidad que el negro. El blanco mata, el negro procura inmortalidad. La apropiada ración de uno y otro humaniza. Es el equilibrio canónico que enaltece al cuadro. Vicente Verdú Vicente Verdú Vicente Verdú ante dos de sus obras en la galería David Bardía en 2016. Los textos que acompañan a los cuadros proceden del volumen Celebración de la pintura (Machado Libros).