Loros
Las excavaciones arqueológicas de los desiertos del sur de Estados Unidos contienen, casi indefectiblemente, restos de esqueletos de guacamayo
Hagamos lo que nunca debe hacer un periodista: retrasar el reloj mil años. Córdoba era en la época la primera ciudad del mundo, solo en competencia con Constantinopla. Madrid no existía por entonces, salvo por unos asentamientos neandertales en la calle de Segovia, y la civilización sarracena se extendía por el oeste hasta el Duero, y por el este, más allá del Ebro hasta solo unos kilómetros de Barcelona, la irreductible aldea fenicia. Pero también estaban pasando un montón de cosas al otro lado del charco, pese a que aún faltaban 500 años para descubrirlo. El periodo maya clásico empezaba a declinar, y la cultura tiwanaku cedía la preponderancia a los chachapoyas de los Andes. Más al norte, en las zonas áridas del actual Nuevo México, junto al desierto de Arizona, florecían los guacamayos por alguna razón. Esto ha sido hasta ahora un misterio para los arqueólogos americanos de ambos lados del muro. Los guacamayos son loros, y a ningún loro le gusta el desierto.
El caso es que las excavaciones arqueológicas de los desiertos del sur de Estados Unidos contienen, casi indefectiblemente, restos de esqueletos de guacamayo. Stephen Plog y sus colegas de la Universidad de Virginia en Charlottesville han tirado de datación y de genómica para resolver el enigma. En primer lugar, todos los huesos de guacamayo analizados en las excavaciones de Nuevo México datan de 900 a 1.200 años atrás. Más o menos cuando la península Ibérica era sarracena y los tiwanaku daban paso a los chachapoyas. Y, en segundo lugar, los genomas de todos ellos son extraordinariamente parecidos, mucho más de lo que ningún fenómeno de migración natural podría explicar. Y también se parecen mucho a las poblaciones actuales de guacamayos de la zona tropical del golfo de México.
De esos datos se desprende una conclusión deslumbrante. Durante aquel periodo de la historia precolombina, unos tres siglos, las poblaciones nativas de los trópicos mexicanos domesticaron al guacamayo, lo criaron en granjas y crearon una industria basada en sus colores provocativos y vanidosos. Algunos científicos lo definen como una “granja de plumas”, otros hablan de un negocio de rituales y símbolos de estatus. En cualquier caso, es obvio que los indios mexicanos exportaron loros a los ignotos desiertos del sur de Estados Unidos. Nuevo México se llamaba entonces Yootó Hahoodzo, un término navajo. Tal vez los salvajes de los wésterns compraran en México los vistosos plumajes que nos muestran en las películas. No parece que el guacamayo asado fuera uno de los manjares de la época.
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