Comerciales
Siento una contradictoria antipatía por esas comunidades que colocan el cartel de 'No se admite publicidad'
Federico Fellini estuvo a punto de derrocar un Gobierno. La polémica se suscitó por los cortes publicitarios en las películas proyectadas en televisión. Fellini se indignaba ante un tratamiento bárbaro del arte y “la interrupción de una emoción”. Hoy, “cine” y “arte” se separan, y parece que solo merecen la pena aquellas películas con éxito de taquilla. A la vez se dice que si el cine fuera más barato el público volvería a entusiasmarse con el cine de autor —y de autora—. Lo dudo. No creo que la responsabilidad recaiga solo en la parte del “elitismo”de los defensores del concepto de autoría, ni tampoco del lado del espectador reconvertido en cliente.
La relación del arte con la publicidad afecta a distintos aspectos de nuestra sociedad de mercado: las cadenas privadas interrumpen las películas con cortes de siete minutos que duran diez; las series exhiben marcas de leche que consumen esas familias desdichadas que tanto nos interesan; ventanas con eslóganes entorpecen la lectura digital… En el capitalismo chino, los libros se interrumpen con anuncios: lo cuenta Sara Cordón en Para español, pulse uno. Ella introduce en su novela un anuncio de jabón quizá con una finalidad parecida a la de los estribillos publicitarios de Dos Passos en Manhattan Transfer: retratar cierta transformación del mundo. En la apoteosis de lo que se publicita como si no se publicitara nada, se nos vende la moto de que no se nos vende ningún producto-mensaje mientras metabolizamos eslóganes invisibles a través de publicidades filantrópicas o de publirreportajes pseudocientíficos que explican las virtudes —asesinas— de cápsulas supernaturales contra el cáncer. Hay cineastas que se dedican con excelentes resultados a la publicidad, mientras otros ruedan películas que parecen anuncios de turrones. Los publicistas utilizan figuras retóricas; críticos e historiadores desempeñan funciones publicitarias. Nada de esto justifica que solo lo que es susceptible de conseguir un patrocinador sea valioso culturalmente. Cuando creemos que la libertad se reduce a la capacidad de elegir lo que compramos y que cualquier tipo de proteccionismo estatal es dirigismo ideológico estamos enfermos: en el arco semántico que separa los verbos “imponer” y “proteger” encontramos soluciones para conciliar, en la cultura, las iniciativas públicas y privadas. Yo sigo confiando en los políticos más que en los mercaderes y siento una contradictoria antipatía por esas comunidades que colocan el cartel de “No se admite publicidad”. Con ese gesto solo conseguimos jorobarles la vida a los carteros comerciales. Y todos lo somos un poco.
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