Pare, escuche, mire
De repente, la agitación se detiene como un arroyo cuando lo apresan y el mundo se queda en calma y con él nuestro corazón
Supongo que aún quedarán en las vías férreas de Portugal algunas de aquellas señales de piedra que avisaban del peligro de los trenes con una advertencia inequívoca: “Atençao aos comboios. Pare, escute, olhe”. Nada que ver con el lacónico: “Atención al tren” de los pasos a nivel españoles.
La triple advertencia “Pare, escute, olhe” (Pare, escuche, mire), más que un aviso de lo que hay que hacer antes de cruzar las vías, yo la interpreto como un consejo para la felicidad. Sobre todo en este tiempo en el que, tras los interminables meses de vértigo vital y laboral, el ritmo se ralentiza y la contemplación sustituye a las idas y venidas rutinarias y a las prisas obligadas por los horarios estrictos y las obligaciones que acumulamos durante el año absurda o justificadamente sobre nosotros. De repente, la agitación se detiene como un arroyo cuando lo apresan y el mundo se queda en calma y con él nuestro corazón. Hay a quien esa sensación le incomoda por falta de hábito o de memoria de ella. Otros, en cambio, la reciben como una bendición que esperan con impaciencia durante meses. Quien más, quien menos, todos nos sorprendemos cuando la percibimos y a algunos hasta les cuesta acostumbrarse a ella, al principio por lo menos, como les sucede a los jubilados, estén deseando la jubilación o no. Es el momento de detenerse, de cambiar de actividad y de lugar, de aprender a mirar sin prisa y a escuchar los ruidos de un mundo que nada tienen que ver con los que a diario escuchamos, de igual manera que los olores y hasta los colores cambian. Al ritmo ralentizado que el verano y el calor imponen, el mundo cambia de aspecto y con él nosotros mismos, pese a que a veces no nos demos cuenta. Todo es más lento, más despacioso, los olores y sabores más intensos, los paisajes más sorprendentes, los cielos más azules y redondos, las noches más infinitas y llenas de estrellas. Por eso hay que pararse como ante las vías férreas de Portugal para escuchar y mirar delante y alrededor de nosotros, no vaya a ser que el tiempo nos atropelle como un convoy invisible de esos que no se les oye llegar porque no escuchamos con atención.
Cuando uno era niño y adolescente, una de sus diversiones favoritas era acercarse a las vías del tren de León a Bilbao para verlo pasar, pero sobre todo para escucharlo llegar desde lejos anunciándose entre la arboleda igual que después se perdería en un horizonte que era el del verano mismo. Para que este no pase sin percibirlo hay que hacer lo que los niños y los viajeros a pie portugueses: pararse, escuchar, mirar.
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