Datos que curan
Los sistemas públicos deben ser los custodios de nuestra información sanitaria
Cómo investigar sobre dolencias que afectan al 7% de la población, pero individualmente a menos de 5 de cada 10.000 personas? ¿Cómo destinarle recursos? Y, sobre todo, ¿qué datos utilizar si son tan escasos? El big data es la respuesta.
La Unión Europea está dando un impulso decidido a la salud digital y a la secuenciación de al menos un millón de genomas, lo que nos permitirá comprender y abordar mejor las enfermedades que tienen una base genética como el cáncer, la diabetes, las cardiovasculares y las raras. El conocimiento de los mapas genéticos, junto con la combinación y análisis de grandes volúmenes de información recogida por distintas fuentes a escala mundial, supondrá un salto cualitativo en el conocimiento de estas enfermedades.
En un futuro nuestro historial médico estará disponible en cualquier centro sanitario al que acudamos, y los datos clínicos obtenidos en exámenes tradicionales podrán combinarse con otros sobre nuestros hábitos y circunstancias para ayudar a definir tratamientos más personalizados y eficaces. Además, la tecnología permitirá —permite ya— sortear barreras físicas y proveer con atención sanitaria a las áreas menos accesibles.
Pero este nuevo panorama plantea otras cuestiones sobre las que debemos reflexionar, decidir y legislar. La primera de ellas, ¿de quién son los datos? Si a un paciente le hacen una radiografía, ¿es esa persona propietaria de los datos que se obtienen o lo es el hospital público, que, pagado con nuestros impuestos, podría hacer uso de ellos y emplearlos en una investigación que redundaría en beneficio de todos?
Consentimiento del paciente y anonimato son las condiciones para el uso de información medica con fines de investigación
Los pacientes suelen ser muy generosos con sus datos cuando se trata de ayudar a la investigación clínica, pero ponen por delante, con razón, la protección de su intimidad. Parece indiscutible que el paciente debería dar un consentimiento informado para el uso de sus datos, igual al que se requiere para otros servicios menos sensibles que el de la sanidad. Sin embargo, no está claro cuál es el alcance de ese consentimiento, y la pregunta es si se podrían usar en cualquier tipo de investigación, de cualquier enfermedad, en cualquier circunstancia. Probablemente la respuesta sea no, pero tampoco es razonable que se limite tanto el alcance del consentimiento que haga inviables investigaciones futuras.
Dada la sensibilidad máxima de los datos relativos a la salud, el consentimiento por sí solo no parece suficiente. Es necesario que la intimidad de los pacientes se proteja además con la anonimización de los datos, es decir, la eliminación de cualquier dato que permita identificar a la persona. Parece sencillo. Sin embargo, este proceso plantea un nuevo debate: ¿qué ocurre si en un futuro fuera necesario contactar otra vez con determinados pacientes? ¿Estamos dispuestos a un olvido sin retorno siempre y en todos los casos? Y si no fuera así, ¿quién debe ser el guardián y con qué garantías?
Los datos son el oro de nuestro tiempo, un negocio gigantesco para quien sabe aprovecharlos. Y así como los sistemas públicos de salud recogen la inmensa mayoría de nuestros datos sanitarios, el sector privado quiere acceder a ellos para llevar a cabo investigación clínica. Aunque pueda tratarse de una relación provechosa para ambos, es evidente que solo el sector público pondrá al ciudadano a la cabeza de las prioridades de esa investigación. Es imprescindible que los sistemas públicos sean custodios y garantes de nuestros datos sanitarios en las posibles relaciones público-privadas que puedan darse para la investigación clínica.
Todas estas cuestiones deberían abordarse para el diseño de una auténtica gobernanza de datos sanitarios. Los beneficios que la digitalización aportará al sector sanitario son indiscutibles y no se puede, ni se quiere, obstaculizar la investigación clínica. Pero únicamente si los sistemas públicos protagonizan dicha gobernanza se garantizará tanto el derecho fundamental de acceso a la salud como la equidad en los avances de la investigación. El uso de macrodatos y la revolución que supondrá para los servicios sanitarios, más eficaces, de mejor calidad y completamente personalizados, es también una oportunidad para asegurar la sostenibilidad de los sistemas públicos si se consigue garantizar el retorno de la inversión pública. Los datos pueden servir para curar si están bien dirigidos. Ya contamos con iniciativas de esta naturaleza, como el Proyecto Genoma Médico en Andalucía, que demuestran que estos retos pueden y deben ser dirigidos por el sistema público.
Soledad Cabezón es eurodiputada socialista.
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