En extinción
Me habría gustado debatir con el ministro de Cultura si “enseñar a leer” es un afán paternalista en una sociedad donde casi nadie asume la posición de “ser enseñado”
El otro día estuve con el ministro Guirao. Hablamos de si la cultura debía ser rentable, sostenible o no echarle cuentas; de estrechar el vínculo entre cultura y educación; de que un país culto enseña a leer a su ciudadanía. Me habría gustado debatir si “enseñar a leer” es un afán paternalista en una sociedad donde casi nadie asume la posición de “ser enseñado”, se fomenta el espejismo del aprendiz autónomo y se cuestiona la legitimidad del profesorado. No soy apocalíptica, pero tampoco quiero caer en la reflexión integrada de que todos los avances tecnológicos devienen en felicidad: los planes para fomentar la lectura se preocupan excesivamente en la alfabetización digital, cuando ese tipo de alfabetización llega, de forma tan espontánea como interesada, de mano de las multinacionales de la telecomunicación. La publicidad prevalece sobre la didáctica. Los niños de tres años deslizan los dedos sobre cristales para ampliar lo que se ve en ellos; los jubilados manejan buscadores. Convendría que los planes públicos de fomento de lectura apuntaran hacia lo que no se da por hecho aplicando un concepto de educación en el que, además de formar a individuos adaptables a las necesidades sistémicas, se construya la conciencia crítica no para ver sobre, sino, a través, de las superficies deslizantes.
Estaría bien que esto sucediera antes de que nos transformemos en una civilización solitaria y adicta. Hombres y mujeres encapsulados en sus crisálidas eléctricas. Lo humano identificado con lo líquido, ligero, efímero. Porque parece que dos sistemas de procesamiento de la información no son cerebralmente compatibles: uno acaba sustituyendo al otro, y se produce una reconfiguración fisiológica que redefine lo que somos. Cuando el terreno de la “naturaleza humana” se coloniza ya todo es inevitable. Lo innato no puede corregirse mediante la acción política, aunque lo innato a veces se genere por repetición. Quienes se dedican al oficio de escribir me cuentan una cosa a través de otra y, en el esfuerzo de interpretación, el lenguaje dirige mi mirada hacia la realidad. No quiero ensimismarme con la funcionalidad de las cibermercancías, ni me parece significativa la creación de un contexto de lectura que indique cuántos usuarios están leyendo al mismo tiempo. La distancia que la retórica impone a la víscera, el valor del contenido sobre los fetiches de aplicación y máquina son el espacio de resistencia de la literatura y las artes. Ante la inercia de los modelos de lectura del liberalismo, propongo la protección gubernamental de las especies en extinción y me pregunto por qué los dueños de las redes no permiten a sus hijos enredarse en ellas.
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