Debajo
Y aunque el día era hostil –viento, frío-, nada me resultaba horrible. Tampoco hermoso. Tan sólo tremendamente sólido
Pasaron semanas. Yo vagaba. Creyendo que estaba viva. Hasta que un hombre al que casi no conozco me dijo algo y se quedó mirándome. Yo respiré como quien acaba de ser alcanzado por un disparo perfecto (eran palabras: palabras perfectas). Entonces el hombre se rió. Era una risa tan real como las piedras. Y yo sentí que la pulpa fría de la anestesia se desvanecía dentro de mí y dejaba a la vista los gajos de un entusiasmo iridiscente. Fue como abrir una habitación cerrada y ver cómo el moho, la humedad, las telarañas, la niebla pegajosa del tiempo detenido, los vahos de la sombra oculta debajo de la cama, el polvo raído en las alfombras, la tierra pegada a los cristales, reptaban y se iban lejos. Y empecé a reírme. De mí, de mí, de mí. Y seguí riéndome cuando me despedí de ese hombre, y cuando salí a la calle, y cuando caminé hasta la parada del autobús (acá decimos “colectivo”), y mientras miraba por la ventanilla la hojarasca del otoño, un resplandor de fuego como cientos de cabezas pelirrojas arrojadas a la calle (¡qué imagen tan fea!). Y aunque el día era hostil —viento, frío— nada me resultaba horrible. Tampoco hermoso. Tan solo tremendamente sólido. La gente no parecía pesarosa ni agobiada. Era gente desconocida, con vidas raras, como la mía. Y sentí una alegría de panadera, de delantal, de pelo recogido, de olor a mina de lápiz, una alegría venida de la nada. Qué bien, me dije. Bajé del colectivo, caminé, llegué a casa. Entendí, con satisfacción, que nada había cambiado, que no estaba eufórica: que era un día como solían ser los días antes. Debajo de las sombras, de la rigidez, de las películas que no vi, de los bares a los que no fui, de los viajes que hice sin querer hacerlos, de los amigos con los que no pude encontrarme, estaba yo. Un hombre desconocido me había llevado de regreso a casa. Allí permanezco.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.