¿Cuánto tiempo podrá mantener su piso?
La proliferación de nuevas agencias inmobiliarias, el aumento de la compra-venta de casas, y su huella en las escaleras de quienes vivimos en el centro, anuncian no el final de la crisis sino la antesala de una mayor
Han vuelto. “Valoramos gratis su vivienda y le regalamos un crucero para dos personas*”, “Deja la venta de tu inmueble en manos de un experto”, “Valoraciones gratuitas: 100% financiación”. Y todavía no hemos aprendido que donde dice gratis, 100% o asterisco tenemos que aprender a leer:¡ojo!
En el buzón se juntan, en un sólo día, más de cinco invitaciones a la venta. Algunas, en forma de carta personal; dan miedo.
“Estimado vecino/a: Me dirijo a usted porque he sido informado de que se está vendiendo un inmueble en este edificio y quisiera saber si es el de su propiedad. Entiendo que en principio querrá trabajarlo por su cuenta, no obstante, quisiera que me permitiera conocerle y visitar su inmueble. Sin compromiso alguno”.
Recibimos estas cartas a diario los propietarios y los alquilados. Y eso que vivo en Lavapiés un barrio pionero en la lucha contra la gentrificación al que, hoy por hoy, el mundo hipster de barberos, cafeterías de diseño y galerías le está saliendo muy caro.
“A mí me encantan las galerías de arte”, exclamó una de mis ancianas vecinas cuando apareció la nueva propietaria de uno de los bajos en la reunión de vecinos. Ya no vive en la finca. Viva quien viva en su piso, los ocupantes cambian semanalmente. Si no a diario.
El arte del Reina Sofía ha contestado, durante una década, a la gentrificación en el interior del museo. Pero las galerías que lo arropan en el exterior la fomentan involuntariamente aumentando los precios de los alquileres y cambiando la naturaleza de los negocios del barrio. Este es un vecindario donde todavía hay más fruterías que bares y donde nada, ni siquiera los todo a cien, compite con los restaurantes indios.
Han sucedido cosas memorables. Al carnicero le obligaron a cerrar porque entraba la carne por la escalera vecina. Lo hizo. Se gastó los ahorros en reformar la carnicería. Un año después abrió. Nadie le pintó grafitti en la persiana. El Castilla, el bar de toda la vida en el que hubiera o no hubiera fútbol había llenazo, tuvo que cerrar. El local era feo pero el día que llegué al barrio, me senté a comerme un menú y el camarero me dijo: “No tengo cambio. Mañana me lo pagas”. No me conocía de nada.
En el sitio de El Castilla han abierto un restaurante que ni con neones, ni con diseño ni con banderola anunciando los partidos del mundial consigue media entrada.
El barrio se está transformando. Está claro que mi familia y yo, que llegamos como tres hace 17 años y hoy somos cuatro formamos parte de esa transformación. Es lógico que las ciudades cambien. Pero se necesita un tiempo para digerir los cambios. Y los de las inmobiliarias no ayudan: es llegar agotada a casa, abrir el buzón y recuperar las fuerzas. De pura rabia.
—Es genial: nuestros pisos se están revalorizando— sonríe una vecina.
—¿Y dónde se irá a vivir usted?
—No es por mí, es por mis hijos. Para que hereden un poco más. Ellos viven de alquiler.
—¿Y no les han subido también a ellos el alquiler?
¿Quién cree que está pagando tanto por los pisos del barrio?
—Eso me pregunto yo. ¿Quién podrá permitirse estos precios? Mis hijos dicen que los extranjeros. Pero los extranjeros que hay por aquí son trabajadores, como nosotros. No creo que compren ellos.
—No son personas, son empresas. Es competencia desleal.
¿Quién vive hoy en el centro de Málaga? ¿Quién queda? En Palma de Mallorca han puesto medidas para que los habitantes no tengan que competir con empresas para poder vivir en el centro. También en Pontevedra y lo mismo se plantean en Tenerife. Si queremos ciudades vivas, no basta con fiestas mayores. Es necesario legislar.
La próxima burbuja inmobiliaria está en la esquina. Y amenaza con ser más dañina. ¿La razón? Ya no son las urbanizaciones ni los adosados de las afueras lo que se sortea. Ahora se está inflando los precios del centro y si en el esplendor de las ciudades ciudadanos y turistas conviven con armonía, en su decrepitud los vecinos tienen que abandonar su barrio y los turistas visitan una ciudad antigua, impoluta, restaurada y vacía.
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