La aldea ibérica
El nuevo Gobierno ofrece una gran ocasión para repensar y exorcizar la extendida profecía sobre el fin de la socialdemocracia


Si contemplamos el mapa político de Europa, y seguimos la línea del antiguo telón de acero, al este todo está coloreado de populismos. Esta es la más conspicua división de Europa. Lo malo es que se ha desplazado también más allá de los Alpes, incluyendo a Italia, que hace una media pinza desde el sur. En Francia reina Macron, aunque todavía no sabemos bien la naturaleza de su Gobierno; el Reino Unido se está despegando del continente; el Benelux y Escandinavia hacen gala de defensivos y coloristas Gobiernos de coalición; y Alemania padece de duda política existencial. No sabe si sumarse al salto europeísta macroniano o quedarse como está, atenazada por los temores al crecimiento de las veleidades populistas en su interior.
Lo más curioso es que a este lado de los Pirineos, salvado el caso catalán, es donde nos encontramos con los únicos Gobiernos socialdemócratas monocolores, Portugal y España. La Península Ibérica aparece así como esa aldea de Asterix en la que no pudieron entrar los romanos. Una gran ocasión para repensar y exorcizar la extendida profecía sobre el fin de la socialdemocracia. Y la debilidad parlamentaria del Gobierno socialista hace que su supervivencia pase casi exclusivamente por su capacidad para dotar de sentido a este calificativo. De nuevo, con la incógnita catalana.
La gran pregunta es si es posible renovar la socialdemocracia desde la periferia europea; es decir, a partir de Estados muy limitados en su soberanía. Y, en su caso, ¿cómo? Con toda la importancia que tienen los símbolos y los gestos mediáticos, como lo es la propia configuración del Gobierno, lo que queda al final son las acciones. Estas casi siempre suelen responder más a contingencias provocadas por la lucha política cotidiana, la disponibilidad de recursos públicos o los vaivenes mediáticos, que a la consecuente aplicación de un rumbo político nítidamente trazado.
Con todas las dificultades que entraña esta labor de rescate de la socialdemocracia en tiempos de la globalización y la europeización, su gran desafío consiste, aquí y en todas partes, en saber capitalizar el nuevo descontento, en evitar que este se traduzca en más populismo, en eludir las polarizaciones identitarias y el conflicto entre los grupos perdedores del nuevo orden social. ¿Cómo hacerlo bajo las condiciones de sociedades defensivas, parapetadas detrás de las fronteras y tan sujetas a las nuevas interdependencias? Quizá solo haya una manera: definir cuáles son los desafíos que hemos de superar y ponernos a la faena sin perder de vista un bien elaborado modelo de buena sociedad; adecuar mercados a regulaciones, fronteras a apertura cosmopolita, comunidad a individualización, globalización a protección social, inclusión social a diversidad y pluralismo.
Como puede verse, es casi la cuadratura del círculo, una prometeica tarea para dejarla solo en manos ibéricas. Pero recordemos que en tiempos de los romanos también compartimos algo parecido a la aldea gala. A Viriato, “pastor lusitano”, como nos decían en el colegio.
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