El tejido
A mí me preocupan las viejitas del barrio, muchas son pobres y no tienen familia
Conviene salir a ver, escuchar qué pasa. Fui a una reunión vecinal en una capilla de mi barrio. Había gente preocupada. Algunos no querían una ciudad que crece bajo una ley que le permite reproducirse sin control (y que en breve se lo permitirá aún más). Otros hablaban de falta de escuelas, de robos, de la venta de terrenos públicos a capitales privados. Yo escuchaba, con desazón, a vecinos que después de meses de insistencia anunciaban felices haber conseguido una reunión de quince minutos con el asesor del asesor del secretario del diputado: una migaja, un simulacro. Entonces alguien pidió que escucháramos a una señora que tenía que irse temprano. La señora podía tener cuarenta o setenta años. Las mejillas rojas del que trabaja a la intemperie, suéteres superpuestos. “Disculpen” —dijo—, “había escrito un papelito porque no sabía si me iba a animar a hablar, pero no me animo a leer, fui hasta el tercer grado. Al lado de los desastres que contaron, lo mío es tan chiquito que me da vergüenza. Pero hace treinta años que limpio la parroquia. Por arriba de la escoba veo todo. A mí me preocupan las viejitas del barrio, muchas son pobres y no tienen familia. Salen a hacer las compras y están todas las veredas rotas. Se caen, se lastiman y terminan en el hospital. La vez pasada fui al hospital del barrio porque me lastimé la mano. Me cosieron, pero no tenían vacuna antitetánica. ‘No hay’, me dijeron, ‘no mandan’. Yo tengo el cuero duro. Pero ¿y esas viejitas? Yo voy al hospital a sacarles turno. Me levanto a las cuatro de la mañana para hacer fila. Me voy con el tejido y espero. Pero ¿y las viejitas que no tienen a nadie? ¿No se puede por lo menos arreglar las veredas? Así no se caen y no terminan en el hospital. Y disculpen, con cosas tan importantes que hablaron yo vengo con esta pavada”. Muchos preferirán pensar que lo que la mujer reclamaba eran, de verdad, veredas.
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